Maria Callas como Violetta en 'La traviata' de Verdi, Royal Opera House, Londres, 1958. Fotografía: Houston Rogers. Fuente: Warner Classics.
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Música y ópera

Maria Callas: como el eco de la campana piadosa

Festejamos el centenario natal de la soprano Maria Callas (1923-1977) con este ensayo del musicólogo Ricardo Miranda, quien recuerda algunas de las mejores actuaciones de la soprano, así como el despliegue de virtuosismo de su voz inconfundible. Callas, quien estuvo dispuesta a arriesgarse para ser fiel a los compositores que interpretó, marcó la historia de la ópera del siglo XX.


Por Ricardo Miranda

Para rememorar la trayectoria de una cantante tan famosa como Maria Callas (1923-1977), algunas tareas parecen evidentes: recordar su biografía y esbozar su trayectoria artística; trazar un mapa de su legado en grabaciones de distintos formatos y emprender, con todo ello, una valoración de su aporte como intérprete. Tal camino parece no tener demasiadas curvas ni accidentes, pero se trata, en realidad, de asuntos más complejos de lo que su apariencia sugiere.

¿Volver a contar la vida de Maria Callas? En su momento, ella gozó de una sórdida reputación entre lo que hoy se denomina “prensa rosa”. Su matrimonio con Giovanni Battista Meneghini –treinta años mayor que ella–, su affaire con Aristóteles Onassis –quien, se dice, la dejó por Jacqueline Kennedy–, sus orígenes humildes en cuanto hija de inmigrados griegos en Nueva York, la tormentosa relación que tuvo con su madre… tales episodios han sido contados y recontados innumerables veces. Y casi nada de aquellas historias, en realidad, sirve de mucho para precisar la importancia del legado y memoria de esta excepcional cantante. Tampoco ayuda repetir las anécdotas archimanidas de su vida profesional: que se peleó con varios gerentes de la Ópera Metropolitana de Nueva York; que en alguna función en París acabó desmayada por entrar en desigual competencia con Fiorenza Cossotto; que si se volteó al público del Teatro alla Scala para cantarle Crudel!; que si le aplaudieron o le silbaron, que si en verdad le clavó un cuchillo de utilería a Tito Gobbi… Tales historias son para el corrillo, episodios intrascendentes que sólo revelan cómo se le escudriñaba con el morbo enfermizo asociado a las llamadas pop stars, en una época donde todavía las cantantes de ópera ocupaban las primeras planas y las carátulas de las revistas.

Tullio Serafin me enseñó que debe haber una expresión, una justificación. Él me enseñó lo profundo de la música, la justificación de la música”.

Maria Callas como Violetta en La traviata de Verdi, Ciudad de México, 1951. Fotografía: Simón Flechine, Semo. Fuente: Mediateca del I N A H .

Esa época fue relativamente breve; poco más de dos décadas desde su debut en la ópera de Atenas en 1942 hasta su despedida en el Covent Garden en 1965. Para ser breves, sólo queda recordar algunas de las mejores funciones que ofreció a lo largo de tales años. A su presentación en la Arena de Verona, cantando La Gioconda de Ponchielli, dirigida por Tullio Serafin, siguió –en 1948 en La Fenice y a invitación del mismo director– Tristan und Isolde. Serafin, recordó la Callas “me enseñó que debe haber una expresión, una justificación. Él me enseñó lo profundo de la música, la justificación de la música”. En 1950 cantó Aida en el Teatro alla Scala –en sustitución de Renata Tebaldi– y pronto siguieron sus primeras funciones, todas en el estelar de Norma, en otras compañías muy importantes: en el Covent Garden (1952), donde a su lado cantó el pequeño papel de Clotilde una joven soprano de nombre Joan Sutherland, en la Ópera Lírica de Chicago (1954) y en la Ópera Metropolitana de Nueva York (1956). En medio de aquellos años, y para indeleble fortuna de quienes lo vivieron, tras triunfar en Milán, vino en 1952 al Palacio de Bellas Artes, donde cantó Aida, La traviata, Rigoletto, Norma y La bohème, entre otros títulos. En grabaciones de dudosa calidad pueden escucharse algunas de estas funciones, y a los aficionados a la tauromaquia les gusta recordar los agudos que la Callas lanzó en las funciones mexicanas de Aida. Tales agudos –valga decirlo– ni fueron escritos por Verdi ni significan nada; un vano despliegue de virtuosismo, una concesión al público melómano. Entrevistada muchos años después, Callas confesó: “Cuando se crece más y más como músico, uno es más honesto consigo mismo. Ya no se quiere utilizar los viejos trucos. Entre más se crece, más se está dispuesto a arriesgar para ser fiel al compositor”. De regreso a Milán, interpretó Medea de Cherubini, uno de sus papeles más afamados y emblemáticos. En 1954, habiendo bajado de peso sensiblemente, cantó La vestale de Gaspare Spontini, dirigida por Antonino Votto, en una producción de Luchino Visconti. El gran cineasta y Callas colaboraron a partir de entonces en pocas ocasiones más, todas legendarias, todas en Milán: La sonnambula, dirigida por Leonard Bernstein (1955); La traviata, dirigida por Carlo Maria Giulini (1955); y en 1957, Anna Bolena e Iphigénie en Tauride de Gluck.

Cuando se crece más y más como músico, uno es más honesto consigo mismo. Ya no se quiere utilizar los viejos trucos. Entre más se crece, más se está dispuesto a arriesgar para ser fiel al compositor”.

Fachada del Palacio de Bellas Artes anunciando la actuación de Callas, todavía con el nombre de Maria Meneghini Callas, proclamada como “la soprano absoluta del siglo”. Verano de 1950. Fotografía: Simón Flechine, Semo. Fuente: Mediateca del I N A H .

En 1956 debutó en Nueva York con Norma y en 1958 tuvo lugar en Lisboa una célebre Lucia di Lammermoor, que cantó junto a Alfredo Kraus. También su Lucia para la Deutsche Oper de Berlín, dirigida por Herbert von Karajan, se recuerda como una de sus mejores funciones. Al final, fueron las presentaciones de Tosca, celebradas entre 1964 y 65 con producción de Franco Zeffirelli para el Covent Garden, el genuino broche de oro para su carrera como cantante. Tantas noches de cantar en escena, sin embargo, se diluyeron en el mar del tiempo. Quienes las escucharon pueden presumir su asistencia y entre ellos los hay quienes defienden a la diva como si se tratase del honor patrio, o de una beata milagrosa.

Maria Callas como Giulia en La vestale de Gaspare Spontini, y Luchino Visconti en el Teatro de La Scala, Milán. Fotografía: Erio Piccagliani.

 

Agotada la voz, sus dotes histriónicas la llevaron a la pantalla en Medea, película de Pier Paolo Pasolini de 1969. Años adelante, volvió a ser filmada en las sesiones maestras que impartió, entre 1971 y 1972, para la Escuela Juilliard de Nueva York. Había estudiado en Atenas con la cantante española Elvira de Hidalgo, de quien decía que había aprendido los secretos del bel canto. Todos los estudiantes de canto de la actualidad harían mal en ignorar estas clases maestras donde Callas escucha y aconseja a la usanza de la vieja escuela. Un destilado de su visión acerca del canto también quedó anotado en entrevista con Alan Rich, del New York Magazine:

Cantar es muy difícil, la más difícil de las artes, pienso. Un instrumentalista tiene su música y su estilo, pero no tiene que preocuparse de las palabras. No tiene que verse bien, actuar bien, moverse en el escenario de acuerdo a la época de la obra que está interpretando… Hay cosas que pertenecen a la tradición de la ópera. Es una tradición, más que nada, de buen gusto. Si se tiene gusto, pueden tomarse toda suerte de libertades. Si se toca a Chopin en el piano sólo de acuerdo al metrónomo, no tendrá vida, no tendrá razón: lo mismo es verdad en la ópera. Tiene que haber libertad, pero también tiene que haber disciplina.

Maria Callas con Aristóteles Onassis y Giovanni Battista Meneghini. Fotografía: Desmond O’ Neill. Fuente: Warner Classics.

 

Para quienes nunca podríamos haber constatado ese buen gusto en escena nos queda, afortunadamente, un arsenal de grabaciones y un puñado de filmaciones. Estas últimas siempre son interesantes: sus gestos y ademanes mientras escucha el largo ritornello del aria de “Una voce poco fa”, (de Il barbiere di Siviglia) atrapan y revelan de inmediato su enorme personalidad escénica: los ojos enormes llenos de expresividad, la gran boca que parece no aguantar tantos compases sin cantar y una voz que no acaba de corresponder al cuerpo esbelto que logró recuperar a mediados de los años cincuenta. Aquella transformación física, sin embargo, repercutió en su instrumento. Decía Joan Sutherland, que algo sabía de sopranos, que quienes la habían escuchado después de 1955 no habían conocido la gran voz de sus primeros años. También la revista de música de la BBC había señalado que desde las grabaciones de 1954 su vibrato comenzó a salirse de control. Algo, en definitiva, cambió al transformar su complexión física.

Maria Callas en Alceste de Gluck durante la temporada de ópera 1953-54,
en el Teatro de La Scala, Milán. Fotografía: Erio Piccagliani. Fuente: Warner Classics.

 

Pero… ¿qué decir de esa voz? Se trata de un fenómeno singular pues Callas poseía un timbre, un color de voz inconfundible y personalísimo. Entrevistado al respecto, Carlo Maria Giulini reconocía la singularidad de una voz a la que primero hay que acostumbrarse, “como al tono de ciertos instrumentos de cuerda”. Una vez habituados, los enormes contrastes emocionales de su voz y la urgencia expresiva de su canto se vuelven evidentes. Conforme avanzaron los años, su vibrato y su misma afinación dejaron algo que desear; aspectos que sólo se han acentuado para quienes estamos acostumbrados a un posterior modo de cantar: al timbre límpido de una Victoria de los Ángeles o las pulcras coloraturas de una Edita Gruberová. Pero tales comparaciones resultan innecesarias y acaso incorrectas: es en la descripción del grano de la voz donde mejor podríamos contemplar sus particularidades. Poseedora de un rango notable, pueden escucharse sus emotivas notas graves en Carmen o en la propia Medea,mientras que en el registro de diversas arias para soprano –como en Lakmé o en Die Entführung aus dem Serail (El rapto del serrallo)– la coloratura alcanza sus agudos con fuerza y desenvoltura. Esa voz tan única puede escucharse en varias decenas de álbumes que van desde su debut discográfico en 1949 –donde cantó Isolde, Norma y Elvira (de I Puritani)– hasta grabaciones póstumas donde las tomas han sido “remasterizadas”, es decir, retocadas digitalmente para quitarles los defectos inherentes a las grabaciones antiguas (lo que no las exime, en cambio, de poseer un matiz ligeramente artificial, electrónico). Que la enorme cantidad de grabaciones constituyan su más importante legado y el mejor camino para que los nuevos públicos conozcan su voz legendaria no deja de ser una paradoja. Al respecto, ella había dicho:

Me disgusta inmensamente esta noción de “congelar” una interpretación, porque siento que cada minuto de la vida diaria te hace cambiar. Básicamente, una interpretación no cambia, pero hay pequeñas cosas dentro de esa interpretación que sí lo hacen. No soy el tipo de artista estática que está contenta con crear una frase hermosa. Mi principal propósito es retratar el personaje, darle vida y hacerlo con todos los colores posibles.