El derrocamiento del gobierno de Salvador Allende y la muerte del premio Nobel de 1971 fueron asuntos candentes en los medios de comunicación de todo el mundo. El cruce violento entre la historia y la poesía sacaba a la superficie viejas polémicas, discusiones a menudo maniqueas o bizantinas que prácticamente marcaron el siglo XX; pero también, esa colisión que para cierta poética nerudiana era necesaria y apremiante, el hic et nunc del hombre comprometido con su tiempo, invitaba a revisar el legado del poeta en el corto y en el mediano plazo. Incluso ahora, medio siglo después, heme aquí “con tos y mala vista, barajando viejas fotos” [4], leyendo de atrás hacia delante y al revés la estela del autor de Estravagario. Su último libro en vida, Incitación al Nixonicidio y alabanza de la revolución chilena (1973)[5], reactivaba esa ecuación de contingencia histórica en un contexto también dramático como el que tuvo la escritura de España en el corazón (1937). La presencia personal y literaria de Neruda en México fue añeja y fértil, de mutuas correspondencias, atizada por ciertos desencuentros ideológicos, cúmulos de admiradores y revelaciones de una América profunda que apenas había atisbado en su país natal. Su muerte en circunstancias oscuras, según investigaciones recientes, dio lugar para que varios escritores mexicanos recordaran al poeta y valoraran la dimensión y el peso de su legado literario.
Llegó a la capital del país en calidad de Cónsul General de Chile; pronto fue cobijado por el grupo cardenista con amplia influencia en el flamante gobierno de Manuel Ávila Camacho. Antes de descender la escalinata del barco japonés Racuyo Maru, en Manzanillo, Colima, en agosto de 1940, el prestigio poético de Pablo Neruda –amén del variopinto anecdotario del personaje– lo conocían y reconocían tanto tirios como troyanos del solar nacional. La guerra de estéticas que venía sosteniendo con Juan Ramón Jiménez –a veces traducida tan sólo en un pancracio de egos– al poco de su arribo a México dio origen a algunos zafarranchos. Sus pleitos ideológicos y personales con José Bergamín, el editor en España de Residencia en la tierra, y con Octavio Paz, uno de sus críticos más entusiastas, fueron la comidilla de varios meses. Es verdad que el chileno se había distanciado de la poética de su libro escrito en el Lejano Oriente, del magma metafórico de destrucciones y resurrecciones, derivando en una épica a sotto voce en torno de su país natal –lejos, claro está, de la estridencia épica de José Santos Chocano–, donde aún prevalecía el filón imaginista en un registro más frugal entremezclado con consignas políticas y reivindicaciones sociales.[6]
Las estancias y los viajes de Neruda en México han sido registrados y estudiados por Marco Antonio Campos, Víctor Toledo y Mario Casasús. Las biografías de Volodia Teitelboim y Edmundo Olivares Briones, esta última para mi gusto la más completa[7], también han marcado los días mexicanos del autor de Crepusculario, detallando sucesos de envergadura en la vida y en la obra de su biografiado. Después de su estancia de 1940 a 1943, el chileno regresará a nuestro país en agosto de 1949 y estará aquí varios meses, convaleciente de una severa tromboflebitis que lo tendrá en cama una larga temporada, pero también, ultimando el original de su Canto general, que dará lugar a la mítica edición diseñada por Miguel Prieto con las guardas de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros[8]. Esta obra se presentó el 3 abril de 1950 en la casa del arquitecto Carlos Obregón Santacilia[9]. La recepción crítica tardó meses en valorar una de las obras más ambiciosas de la poesía en nuestra lengua; vacío roto por el artículo “Neruda, los críticos y el silencio” de Juan Rejano. Poco después de la nota del poeta español, José Luis Martínez hizo una revisión de los mejores libros publicados en el primer semestre de 1950. El veredicto fue el siguiente: “Arte colonial de Manuel Toussaint, calificado como el Libro más notable; La Güera Rodríguez de Artemio del Valle (sic) como el Libro más vendido; rematando con el Canto general de Pablo Neruda, al que curiosamente define como el Libro más inquietante”.[10]
En la década de los cincuenta, la fama del poeta creció de forma desaforada: traducciones en varias lenguas, premios internacionales, recitales con auditorios a tope, ediciones de miles de ejemplares.
Al año siguiente, ya en Europa, Neruda confesaría a Gabriela Mistral en una carta, entre vanidoso y jovial, que su nombre suena en las listas del Nobel según una infidencia del poeta sueco Artur Lundkvist. En la década de los cincuenta, la fama del poeta creció de forma desaforada: traducciones en varias lenguas, premios internacionales, recitales con auditorios a tope, ediciones de miles de ejemplares, sobre todo en Losada, sello argentino que prácticamente inundó librerías y bibliotecas con toda la producción nerudiana, desde sus libros juveniles hasta las obras más recientes. Regresaría a México en 1961, después de una visita a Cuba; una estancia de pocos días que le sirvieron para entrevistarse con el presidente Adolfo López Mateos, pedir la liberación de Siqueiros, otra vez encarcelado, y reunirse con sus amigos entrañables, Wenceslao Roces, César Martino, Enrique de los Ríos… Su último viaje a nuestro país sería en julio de 1966; Juan José Arreola, quien lo trató en 1942 durante una visita a Zapotlán el Grande, rememora aquellos días:
La última vez que lo vi fue en 1966, cuando el rector don Javier Barros me invitó a decir unas palabras sobre Pablo en el auditorio de la Facultad de Ingeniería de la UNAM, donde este dio su último recital en México. También grabó el disco de Voz Viva de América. En esa ocasión, al salir del auditorio, Pablo me invitó a que lo acompañara en su auto, junto con su esposa Matilde Urrutia, para trasladarnos a la casa de Esperanza Zambrano, madre de mi amigo Javier Wimer, en donde se ofreció un brindis en su honor.[11]
Los libros de Neruda circulaban en nuestro país como la obra de un clásico vivo sumamente popular. Por eso, cuando se confirmó la muerte del poeta en la Clínica Santa María de Santiago de Chile, la noche del 23 de septiembre, doce días después del golpe militar, la noticia en México conmovió a la opinión pública, fue un trago amargo para muchos de sus camaradas y lectores. Al día siguiente y en los posteriores, no dejaron de aparecer notas informativas y editoriales tanto en los principales periódicos de la capital como en diarios de otras ciudades del país. Los suplementos y revistas culturales dieron cabida para artículos y ensayos que abordaron la figura y el legado del chileno. El contexto del deceso, cómo obviarlo, enrarecía la atmósfera, invitaba a la apología y a la diatriba política. Pienso que, para este tipo de sucesos, el consejo de W.H. Auden pudo ser útil: “Por las lenguas que se lamentaban / la muerte del poeta fue ocultada a sus poemas”[12]. Cincuenta años después de aquellos furores y melancolías, de aquellas cóleras y lamentaciones, rescato ciertos tributos y aproximaciones a una obra fundacional y cimera de la poesía mundial del siglo XX.
El artículo-crónica “Poderío de Pablo” de Efraín Huerta, publicado en la Revista de la Universidad de mayo de 1973, está exento de la contingencia del fallecimiento. ¿Intuía el poeta de Los hombres del alba que la tragedia chilena estaba a la vuelta de la esquina por lo que se anticipó a honrar a su amigo y maestro? El más nerudiano de los poetas mexicanos –nunca su imitador, mucho menos su incondicional apologeta– escribirá una amena y picante relación de sus lecturas y encuentros con el creador de las Odas elementales, incluso, anotará dos o tres desavenencias. Antes de saltar a la reivindicación de la poesía impura, Huerta apunta que el mejor ensayo a la fecha escrito sobre el chileno es Pablo Neruda en su extremo imperio de la puertorriqueña Concha Meléndez, luego rememorará algunas anécdotas como aquella en que le dijo que sus versos despreciaban el punto y coma y que abusaban del adverbio “como”; sobre este exceso Neruda salió al quite con esta respuesta a bote pronto: “Yo no lo inventé: lo aprendí en el Cantar de los Cantares”[13]. Citará in extenso un divertido abordaje de Virgilio Piñeira a los Veinte poemas de amor y una canción desesperada: “Este librito –primer Ars amandi americano– venía muy a punto. Los poetas tenían cierto pudor de ‘abrirse el pecho’. Pues entonces Neruda devolvió sus fueros al sentimiento y recordó a cada lector: 1) Que tenía un corazón, 2) Que podía llorar sin ruborizarse”[14]. Sacará de su arcón memorioso aquella noche veraniega de 1940 cuando Octavio Paz lo llamó por teléfono para decirle: “Estamos con Pablo Neruda en el bar Alonso, en Motolinía y Cinco de Mayo. Te esperamos”. Muchos años después, venenos de 1964, escribe el Gran Cocodrilo, lenguas maldicientes llenaban los oídos del chileno con el chisme de que Paz conspiraba para que no le dieran el Nobel; por tal razón, nos confía en su crónica, salió a la defensa del amigo y se permite transcribir fragmentos de una carta de su viejo cofrade de la revista Taller:
Y lo que es más infantil, suponer que yo posea influencia sobre los jurados de la Academia Sueca. No conozco a ninguno de ellos. Y ya que toco este tema, debo decirte mi opinión: creo sinceramente que dos escritores latinoamericanos merecen el premio: Neruda y Borges [subrayado de Paz]. Si pienso así ¿cómo podría intrigar con un poeta que admiro? Una admiración, casi es inútil declararlo, que no implica aprobación de todo lo que dice y hace…[15]
Cuando el poeta de El laberinto de la soledad tuvo noticia del golpe de Pinochet y poco después de la muerte de Neruda, se encontraba en Cambridge, Inglaterra. Los dos escritores se habían reencontrado en 1967 en un festival de poesía londinense; venciendo su respectivo orgullo, se saludaron con cordialidad y conversaron vaguedades sin tocar sus antiguos diferendos. Tres años después el mexicano recibía el libro más reciente del chileno, Las piedras del cielo (1970) con esta dedicatoria: “Octavio, te abrazo y quiero saber de ti, Pablo”[16]. Con esos antecedentes inmediatos, Paz escribe “Los centuriones de Santiago” en el número 25 de Plural correspondiente a octubre de 1973 donde, tras condenar el cuartelazo en Chile y “las complicidades internacionales”, reflexiona sobre la viabilidad del socialismo en un país democrático, los riesgos y los retos de esa transición; también, enuncia y disecciona paralelismos y diferencias entre el golpe de Huerta en 1913 a Madero y el de Pinochet a Allende, para concluir con este párrafo: “Debemos oponer a la originalidad monstruosa pero real de Tirano Banderas la originalidad humana de una política a un tiempo realista y racional. ¿Tenemos una literatura y un arte? –uno de sus principales creadores fue Neruda–. ¿Cuándo tendremos un pensamiento político?”. Ese mismo número de la revista publicó el texto “A propósito del septiembre chileno”, firmado por José de la Colina, y otro más, “Los funerales de Neruda”, sin firma, que prácticamente reproducía la crónica del corresponsal de Le Monde. Números más adelante, en el Plural número 30 de marzo de 1974, Julio Cortázar escribiría un largo y entusiasta ensayo titulado “Neruda entre nosotros”, texto que funcionaba como obituario y tributo: “¿Quién podrá llegar hasta el litoral chileno y a asomarse al Pacífico implacable sin que los versos de la Barcarola vuelvan desde la ya remota Residencia en la tierra, quién subirá a Machu Picchu sin sentir que Pablo lo precede en la interminable teoría de peldaños y colmenas?”.[17]
Eduardo Lizalde, quien en sus mocedades poeticistas vio y desairó al poeta en casa de Enrique González Martínez, escribió un artículo en Revista de Revistas de Excélsior a los pocos días de las malas noticias provenientes de Santiago de Chile: “¿No es la poesía de Neruda, hasta en sus más amargas diatribas, una poesía del optimismo? A lo mejor es ese optimismo lo que impulsa a discrepar de una importante sección de su poesía. A lo mejor parten de ahí las discrepancias políticas…”[18]. Por su parte, José Emilio Pacheco registrará dos entregas sobre los sucesos chilenos en su sección Inventario, que por esa época se publicaba en el Diorama de la Cultura de Excélsior; en la primera, titulada “De Lautaro a Salvador Allende: Un mínimo repaso”, con fecha del 15 de septiembre, levantará una historia mínima del país sudamericano, contexto importante para leer la segunda colaboración, “El otro Neruda”, que apareció en la siguiente quincena. Después de comentar los funerales del escritor, a los que acudieron, dice Pacheco, “Nicanor Parra y Enrique Lihn, sus más directos herederos en la poesía chilena”[19], hace un balance de la obra del Premio Nobel chileno y de los contados estudios críticos en torno de esta:
En efecto, conocemos mal a Pablo Neruda. Entre 1921 y 1950 escribe diez libros. De 1952 al presente año, veintitrés sin contar los inéditos. Quienes enseñan o estudian literatura, quienes escriben, traducen o simplemente forman el invisible público de la poesía por regla general centran su conocimiento y su interés en Residencia en la tierra y Alturas de Machu Picchu. Muy pocas veces van más allá del Canto general, y no es exagerado decir que el último Neruda es el gran desconocido, su obra de los veinte años finales, una dilatada y sorprendente tierra incógnita.[20]
Después de tan rotunda afirmación, el poeta mexicano dará luces y claves para leer ese gran filón obviado o desconocido. Para empezar, Pacheco hace un llamado para leer, libre de prejuicio, al Neruda político, invitación que me parece atendible y que, en lo personal me ha permitido constatar que esa zona de la lírica nerudiana es la más pobre, la más subsidiaria de su época. Concuerdo con el autor de Tarde o temprano en que “Los versos del capitán es un libro erótico superior a los Veinte poemas, y Las uvas y el viento, sin duda el más débil de los suyos y el que ha dado una sólida base involuntaria a los ataques contra su obra posterior”[21]. Asimismo, en este Inventario hará el elogio de las Odas elementales: “Los poetas de hoy ¿sabrán cuánto le deben a Neruda, lo hayan leído o no en esta última etapa, y cuán liberadora fue la función de los tres libros de odas nerudianas? Gracias a ellos sabemos que no hay nada en la tierra que no pueda ser colonizado por la poesía”.[22]
La Revista de la Universidad dedicaría el número de septiembre a Chile en su tragedia política, recordando, también, al poeta en su partida. Carlos Montemayor escribió el poema “Al morir Pablo Neruda”, José Revueltas envía una carta al autor de El hondero entusiasta donde le dice: “Pablo: Tu muerte es una nueva herida que se abre en el convulso cuerpo de América. Una herida con sal de litorales, otro nuevo desgarramiento, otro pesar”[23]. En esa misma edición, Jaime Labastida compartió el ensayo “Breves palabras por Neruda, cordillera americana”, una mirada panorámica que da lugar a una pregunta que su autor responde de inmediato: “¿De dónde, por qué esta grandeza, única de Neruda? Porque supo rescatar de cada proceso mineral y humano, vegetal o trágico, animal o revolucionario, lo que contenía de más exacto y roto. Porque supo unir a todas las audacias formales la mayor cantidad de impurezas humanas y naturales, y porque supo hacernos comprender que para ser poeta de hoy había que ser, al propio tiempo, comunistas militantes del porvenir”[24]. El lector encontrará también artículos de Wenceslao Roces, Fernando Benítez, Diego Valadés…
Cincuenta años después de la muerte del autor –en la acepción física y en la acepción de Roland Barthes–, su poesía vuelve a ser el anhelado bosque sin senderos para los nuevos lectores.
La Revista de Bellas Artes, en su número doble 11-12 de septiembre-diciembre de 1973, también se sumó al tributo al poeta de Los versos del capitán: Carlos Illescas le dedicó su poema “El mar es una llaga”. Alfredo Cardona Peña da luces sobre los orígenes y devenires de la composición del Canto general; se trata de un ensayo-testimonio valioso porque el costarricense fue colaborador cercano del chileno, amanuense en ciertos momentos de la edición final del citado libro. Carlos Pellicer narra el encuentro frustrado con su viejo amigo; varado en la escala de Bogotá, el 10 de septiembre, el tabasqueño estaba camino a Santiago de Chile para colaborar en la exposición de pintura mexicana que ya montaba Fernando Gamboa. En este recuerdo fraterno suma estas líneas: “Desde Rubén Darío nuestra América no había tenido un poeta que influyera tanto como Neruda. La serie de Residencia en la tierra abrió un surco nuevo. Fue complicado y sencillo, pero tanto en una orilla como en la otra el faro de su mirada poética se iluminó con la misma fuerza”[25]. La revista incluye también el discurso de Neruda en la recepción del Premio Nobel, estudios de Antonio Castro Leal y de Inés Arredondo sobre el Canto general, un testimonio amistoso de Andrés Henestrosa, artículos y textos de los entonces jóvenes Luz Elena Zamudio, Bernardo Ruiz, Roberto Fernández Iglesias, Enrique Jaramillo Levi y Guillermo Samperio. Para mi gusto, la mejor pieza de este homenaje es el ensayo-entrevista de Ernesto Mejía Sánchez, crónica y memoria, historia literaria y crítica, bibliofilia y humoradas, un rotundo y apetitoso boccato di cardinale para el más exigente lector de Pablo Neruda.
Cincuenta años después de sus funerales ¿la poesía sobrevive al poeta? Pienso que sí. Entiendo que Pablo Picasso, como su tocayo Neruda, fueron artistas de genio que abusaron de la producción en serie. ¿Es exagerado afirmar que el arte del siglo XX no sería el mismo sin la presencia de estos dos talentos? Curiosidades de Perogrullo. Pero quién puede negar que en esos cientos de piezas no hay al menos una docena de obras maestras, o tal vez más. Cincuenta años después de la muerte del autor –en la acepción física y en la acepción de Roland Barthes–, su poesía vuelve a ser el anhelado bosque sin senderos para los nuevos lectores.
[1] Película francesa dirigida por Hugo Santiago Muchnik, con libreto de Borges y Bioy, estrenada en 1974. Adolfo Bioy Casares, Borges, Barcelona: Destino, 2006,p. 1468.
[2] Op.cit., p. 1469.
[3] Margarita Aguirre, Genio y figura de Pablo Neruda, Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1967, p.177.
[4] Versos de Piedra de sol de Octavio Paz.
[5] Publicado por la editorial estatal Quimantú, el libro comenzó a circular en Chile en febrero de 1973, con un tiraje de 60 000 ejemplares y con un precio simbólico de 30 escudos. Aquí, en México, lo publicó Grijalbo, con un tiro de 10 000 ejemplares y circuló desde finales de noviembre de ese mismo año.
[6] Como es sabido, Canto general de Chile (1943) es el origen de un proyecto más ambicioso que concluirá siete años después en el Canto general (1950).
[7] Hasta ahora el trabajo de Olivares Briones lo publicó LOM Ediciones en tres pesados tomos: Pablo Neruda. Los caminos de Oriente. Tras la huella del poeta itinerante I (1927-1933); Pablo Neruda. Los caminos del mundo. Tras la huella del poeta itinerante II (1934-1939) y Pablo Neruda. Los caminos de América. Tras la huella del poeta itinerante III (1940-1950).
[8] El motivo de su viaje era su participación en el Congreso Continental Americano por la Paz que se realizó en el mes de septiembre de 1949. Venía por unas cuantas semanas y se quedaría diez meses en México.
[9] Se trató de una velada donde Neruda, Diego Rivera y Siqueiros firmaron los libros de la histórica edición de 500 ejemplares, 300 dedicados a los suscriptores, 50 en papel Chateau, otros 50 en papel Manila y 100 fuera de comercio. Según el testimonio de Alfredo Cardona Peña “predominó la asistencia de extranjeros residentes en México, miembros de embajadas europeas y españoles republicanos”. En Edmundo Olivares Briones, Pablo Neruda. Los caminos de América. Tras la huella del poeta itinerante III (1940-1950), Santiago: LOM Ediciones, 2004, p. 755.
[10] Op. cit., p. 759.
[11] Orso Arreola, El último juglar. Memorias de Juan José Arreola, México: Diana, 1998, p. 175. Cuenta la crónica de El Universal que el poeta chileno abarrotó el auditorio: más de dos mil asistentes escucharon y aplaudieron la lectura que alternó poemas de distintas épocas. Arreola llamó a Neruda “general del canto” y “capitán de la justicia”; antes de cederle la palabra dijo a los asistentes: “Los pequeños callan cuando hablan los grandes. Callemos para escuchar a Pablo Neruda”.
[12] Versos de “El año de la muerte de W. B. Yeats (1939)” de W. H. Auden (1907-1973); dato curioso, el poeta inglés murió el 29 de septiembre, seis días después de Neruda.
[13] Efraín Huerta, “El poderío de Pablo”, Revista de la Universidad 9 (mayo, 1973), p. 32. Este mismo artículo, con algunos añadidos, lo volvería a publicar el martes 25 de septiembre de 1973 en el diario El Día.
[14] Op. cit., p. 33.
[15] Op. cit., p. 36.
[16] Octavio Paz, “Epílogo. Laurel y la poesía moderna”, en Xavier Villaurrutia, Emilio Prados et al, Antología de la poesía moderna en lengua española, segunda edición, Trillas, México, 1986, p. 490. En este mismo ensayo, Paz realizará su valoración crítica de Neruda, no muy positiva como puede leerse: “Publicó muchos libros, algunos malos de veras y otros desiguales como el escarpado y difuso Canto general, gran olla en donde hay de todo: hundimos la mano y sacamos pájaros de cuarzo, silbatos de plumas, conchas irisadas, pistolas oxidadas, cuchillos rotos, ídolos descalabrados. También escribió dos libros menos exuberantes y descosidos que son de lo mejor suyo y que nos dan otra imagen de su rica y extraña persona poética: Odas elementales, en donde hay varias admirables, y sobre todo el singular Estravagario. Este último logra algo muy difícil: la sonrisa del taciturno”. Me sorprende que en su examen, nuestro Nobel no mencione Residencia en la tierra.
[17] Julio Cortázar, “Neruda entre nosotros”, Plural, 30 (marzo, 1974), p. 40. En esta misma edición, Jean Clarence Lambert publica el artículo “Neruda ante nosotros” donde pasa revista a los yerros políticos del poeta, especialmente aquellos relacionados con su filiación estalinista.
[18] Eduardo Lizalde, “Neruda, cansancio y muerte”, Tablero de divagaciones I, México: FCE, 1999, p. 175.
[19] José Emilio Pacheco, “El otro Neruda”, Inventario. Antología 1973-1983, ERA-CONAL-UNAM-UAS, México, 2017, p. 20.
[20] Op. cit., p. 21.
[21] Op. cit., p. 23.
[22] Op. cit., p. 23. A esos salvamentos de Pacheco, agregaría por mi cuenta y riesgo Estravagario (1958), Cien sonetos de amor (1959), Memorial de Isla Negra (1964) y Aún (1969).
[23] José Revueltas, “Carta a Pablo Neruda”, Revista de la Universidad, num. 1, septiembre de 1973, p. 11.
[24] Jaime Labastida, “Breves palabras por Neruda, cordillera americana”, Revista de la Universidad, num. 1 (septiembre 1973), p. 11.