Rubén Bonifaz Nuño tuvo que despedir de esta vida a varios de sus hijos y hermanos por elección. Cuando le correspondió hablar de quienes lo antecedieron, lo hizo con sobriedad viril y eficaz brevedad en las palabras. Entonces no acudía al heroísmo de su buen humor: ese lo destinaba a curar las heridas en pudorosa soledad o en la cercanía de sus íntimos. A esa herencia suya me aproximo ante la certeza, cada día creciente, de no tenerlo más entre nosotros.
Tuvo la cortesía de darnos tiempo para despedirnos lentamente de él. Desde hace varios años le dijo adiós a la vida y soportó con estoicismo la proximidad de la muerte, escribiéndole versos en un volumen muy mexicano y muy clásico, juguetón desde el título, Calacas.
Rubén nos enseñó a reírnos de nosotros mismos y a no tomar la vida en serio, precisamente, porque la vida es una cosa tremendamente seria. Nos indicó el camino para leer detenidamente las tiras cómicas de Charlie Brown y por qué Schulz era un sabio observador de la conducta humana, particularmente de los niños. Snoopy y Woodstock –a quien Rubén prefería llamar en su traducción española de Plumita– lo ayudaban a mantener la lealtad al infante que nunca dejó de ser, como cuando, en franca provocación vanguardista, en un happening relampagueante se paseaba por la Torre de Humanidades con un casco de piloto aviador.
Por fortuna para la gran poesía que iba a labrar, el niño de pantalón de peto que –en una fotografía tomada seguramente en el barrio de San Ángel– ofrece íntegramente su sonrisa, creció para convertirse en el joven melancólico que se aferraba al barandal de la Escuela Preparatoria. Al encontrarse con seres aún más amargos que él, seguramente brotó aquel poema estremecedor que generaciones sucesivas aprenden de memoria, y cuyo verso final “para los que están armados, escribo”, puede ser leído como manifiesto de admiración a los marginados, los que por no tener nada tienen todo.
Si el humanista es, como quería Cervantes, un pensador que jamás es mozo, un niño que nace viejo y frunce el ceño como el David de Miguel Ángel o la Melancolía de Durero, ¿para qué dedicar más tiempo a este “animal metafísico cargado de congojas”? La vasta, envidiable cultura del humanista Bonifaz sirvió para dar alas a su poesía y no para lastrarla.
De las múltiples y bien correspondidas tareas que llevó a cabo, la poesía fue, en sus palabras, la más libre de sus ocupaciones. Aparente paradoja en un poeta tan riguroso en la forma como natural en el objeto verbal que nos entrega como si hubiera nacido solo. Clásico y popular, fue el poeta que cantó los trabajos del vencido pero también al amor y a la mujer en algunos de sus más altos poemas, en libros que adquirían cada vez mayor complejidad. Un día, ese joven poeta que nació maduro recibió una carta con motivo de la aparición de uno de sus libros mayores.
Querido Rubén Bonifaz Nuño:
Sus Demonios y los días me han conmovido profundamente: poesía dignísima, pero reveladora de algo como una catástrofe interior, que atribuyo a la maldita época que vivimos. Usted merece más alegría. Lo abraza cordialmente por la belleza y la verdad de sus versos, y quisiera saberlo feliz. Su viejo amigo.
Alfonso Reyes
El regiomontano universal supo captar en esas breves líneas la poética de Bonifaz, Los demonios y los días es uno de los libros más perfectos e implacables de nuestra poesía. Lucidez de diamante, registro de los desastres nuestros de cada día. Calendario de trabajos forzados del solitario, bitácora puntual y cruel, por sincera, de quien busca la supervivencia en la fraternidad, la raíz de la ciudad y del futuro.
Imposible dejar de escuchar su voz, de manera metafórica y tangible. En este segundo sentido, está para siempre en nuestros oídos, desde ese primer verso en que enfrentó al ángel imposible hasta el momento en que libró su último combate con la Gran Igualadora, diciéndole con valor muy griego y mexicano, muy mariachi y espartano:
No sé si habré de morir todo;
no todo he muerto; mientras vivo,
me vienes guanga, compañera.
Aunque los años quisieran doblegarlo, mientras estuvo activo nunca perdió su voz muchacha, siempre dispuesta al discurso que el deber universitario le exigía o a la consulta que sus ineptos discípulos le hacíamos. Si su voz mantuvo la frescura de los años verdes, viva seguirá su poesía con el transcurso del tiempo.
El 12 de noviembre de 1923 –hace cien años– llegó a este planeta un niño llamado Rubén Bonifaz Nuño. El empleo itinerante de su padre como telegrafista determinó que el nacimiento tuviera lugar en un sitio ilustre: la casa en la ciudad de Córdoba, Veracruz, donde se firmaron los tratados que otorgaban a México su existencia como nación independiente. Ambas circunstancias determinaron el futuro de ese niño: su padre transmitía mensajes en ayuda del prójimo, y el sitio donde el niño Rubén vio la primera luz culminaba un tiempo de héroes y hazañas épicas, de principios exigentes y lumbres morales, elementos todos a los que se mantuvo fiel nuestro maestro.
Muchas son las imágenes que guardo en la memoria acerca de él. Algunas no las viví, pero a través de sus palabras las he imaginado. Fausto Vega, amigo de Bonifaz desde su juventud, podría dar mejor testimonio de aquellas caminatas juveniles desde el viejo barrio universitario hasta la calle de Frontera, donde vivía Rubén. Caminatas de joven, de rebelde, de inconforme, cofradía de seres luminosos que se afanaban en su oscuridad y en asomarse a las fiestas, “ávidos de tiernas compañías”. Asimismo, me gusta imaginarlo el día de la victoria aliada, en compañía de su maestro de francés, don Luis R. Cuéllar. Sorprendidos por la noticia, comenzaron a cantar la Marsellesa en compañía de quienes en su momento se hallaban en la plaza mayor de México. En una fotografía de los hermanos Mayo, así como en las películas existentes sobre el movimiento del 68, aparece registrada la marcha del silencio, encabezada por el rector Javier Barros Sierra. A su lado camina el poeta Rubén Bonifaz Nuño, que en ese entonces traducía uno de los libros que mejor reflejan el amor y la cólera de esos días: Cayo Valerio Catulo, merced a sus traducciones, volvía a ser nuestro contemporáneo. “Toda juventud es sufrimiento”, inicia ese texto estremecedor y formador de quienes en ese instante, al igual que Catulo, se enfrentaban al mundo con la entrega y la energía de sus años verdes.
Muy clásico y muy mexicano, Bonifaz habló con la Dientona, la Flaca, la Huesuda, la Pelona, y lo hizo con sentido del humor, con irreverencia, casi con amor. En la plenitud de sus años, Bonifaz la provocó y le hizo burla. Sin embargo, en esta juventud, en esta frescura verbal que sólo se logra con el paso de los años y con el dominio del oficio, el poeta es fiel a la esencia que lo llevó desde el principio a enfrentarse con el mundo. Léase si no este fragmento de su libro Siete de espadas:
Hiel del macho hasta el fondo; bilis
negra del macho desde el fondo; amargo
tizón viril del que se aguanta,
por dentro, los filos y el resuello.
Resquemor mexicano en las espinas
de lujo. Si me viene guango.
Si te fuiste. Si me importa madre.
En los versos anteriores se halla una de las piedras angulares de la idea del héroe cantada y personificada por nuestro poeta y una de sus más altas lecciones. Y si en las odas de Píndaro ve la culminación del esfuerzo que corona el tiempo de los héroes, a través del rescate de las voces y cosmogonías de los antiguos mexicanos quiere decirnos aquello que, sin saberlo, somos.
Con frecuencia, los medios de información o los propios miembros de la comunidad acusan a las universidades de ineptitud o deficiencia; ahí está Rubén Bonifaz Nuño para demostrar que a la universidad la hacen aquellos que aceptan vivirla y no servirse de ella. Se saquea el patrimonio arqueológico de nuestro país; ahí está, para mantener viva nuestra memoria, la visión del historiador del arte Rubén Bonifaz Nuño, homologando, mediante precisos objetos verbales, la inaudita belleza de la piedra domada, convertida en colosal cabeza serpentina o en la fina orfebrería de un chapulín. Es verdad que, en nombre de los principios más dignos de los hombres, se saquean las palabras de la tribu y se les despoja de su sentido original; pero también es cierto que ahí está quien supo, desde sus primeras lides, que si el poeta aspira a volar, debe hacerlo muy alto, desde la geometría impecable de La muerte del ángel hasta el enamorado irredento y luminoso de Pulsera para Lucía Méndez.
Aunque parezca contradictorio en un artífice del lenguaje, Rubén Bonifaz Nuño fue hombre de pocas palabras. Es decir, no acudió a manifiestos ni concedió demasiadas entrevistas ni se afanó en labrar su imagen de hombre público. Para él, los hechos están en las palabras y las palabras son hechos que el usuario y servidor del lenguaje está obligado a cumplir. En esa exigencia basó su humildad y su orgullo; con ese rigor, la autenticidad de cada una de las palabras que han pasado por su taller, templadas en lumbre insobornable. Lo mismo en un poema que en un discurso universitario; tanto en la interpretación que hace de la vida de otro poeta –Catulo o Propercio–, como en su lectura de la lapidaria azteca. Rubén Bonifaz Nuño jamás abandona su condición de artista, pero nos enseña que esa condición consiste esencialmente en la fidelidad al primer motor que anima todas las cosas: por eso mismo sus poemas de amor, aun cuando dirigidos a una mujer tangible, establecen correspondencias con las verdades y mitos que todos llevamos en la sangre. Si la escultura majestuosa de Ángela Gurría es un pretexto para que el poeta busque El corazón de la espiral, Lucía Méndez, musa de nuestro firmamento más presente, es el punto de partida para que Bonifaz nos religue a la Mujer en que todos nos reconocemos.
Su prodigiosa capacidad verbal y su autenticidad expresiva lo convierten en el más clásico y el más mexicano de nuestros poetas, ese que sus discípulos y hermanos menores tuvimos el privilegio de conocer: el coleccionista de caleidoscopios que, en medio del desciframiento de un verso imposible de la Antología griega, revisaba su colección de snoopies; el erudito lector de Charlie Brown que se daba tiempo para ver las aventuras de Don Gato, retratarse con Lucía Méndez y revisar, puntual y exigente, una pila de tesis de posgrado; el profesor de esgrima que conocía las veinte distintas maneras para detener un estoque en séptima; el maestro tipógrafo amante de las proporciones y los márgenes, de las encuadernaciones y los papeles hermosos; el amigo de Ricardo Martínez y Santos Balmori, el heredero de José Alfredo Jiménez y del también poeta Virgilio. En un verso memorable de su libro Albur de amor supo unir la energía de ambos autores: “Y no voltees, ya, a mirarme. Pero qué ojos tienes. Cómo te endiosas caminando”.
Todo niño sueña con ser héroe o mago. De ser posible, ambas cosas. Rubén Bonifaz Nuño no fue la excepción. La encomienda materna de ir a las compras en el antiguo, siempre hondo y sorprendente, barrio de San Ángel adquiría proporciones épicas. El niño Rubén iba en busca del pan y la leche con Sandokán y sus compañeros de aventura. Trasponer el umbral de la escuela primaria Porfirio Parra –oficial, como todas aquellas en las cuales habría de templarse el acero de su alma– equivalía a la iniciación experimentada por Allan Quatermain a punto de dar el paso que lo separa de la gloria o de la muerte. Enfrentarse a golpes a la salida de la secundaria 10, en Mixcoac, lo llevaba al instante supremo en que el reformador Melchor Ocampo exclamó: “Me quiebro, pero no me doblo”.
Más tarde, las facultades de Química, Derecho y Filosofía y Letras lo recibieron y fueron testigos de la manera en que deseaba ejercitar sus armas: los misterios de la materia y sus transformaciones, la defensa de las causas justas, las letras que ilustran y liberan. Estas tres disciplinas recorren y vertebran su escritura y su existencia. El Bonifaz defensor, que demuestra su disciplina de abogado, ofrece las pruebas necesarias para establecer la relación entre hombres y serpientes. Sin su conocimiento de los grandes arcanos, no existiría el hermetismo luminoso de La flama en el espejo o de El corazón de la espiral.
Todo niño es un héroe y es un brujo. La diferencia es que Rubén Bonifaz Nuño, leal a su infante interior, lector tanto de Homero como de Harry Potter, con el paso de los años continuó siendo mago y héroe. La refinada y exigente alquimia de sus versos lo condujo a transformar la miseria cotidiana en un as de oros que permite la entrada a ciudades fundadas sobre el canto. La atracción por el ser más prodigioso de la creación, escrito con cinco letras, lo condujo a hacer de la emoción inmediata poemas de amor que vencen las edades y ya forman parte no sólo de nuestro canon sino, lo que es más difícil e infrecuente, de nuestro patrimonio espiritual. Su inmersión en los trabajos y los días de los antiguos mexicanos lo llevó a encarnar las múltiples máscaras del héroe, desde Temilotzin de Tlatelolco, guerrero y cantor de la amistad, hasta el indígena anónimo que, a la pregunta del conquistador de dónde podía encontrar grandes señores, respondió, espontáneo y seguro: “Aquí todos somos grandes señores”.
Sé que no estoy solo cuando afirmo que Rubén Bonifaz Nuño es uno de los grandes acontecimientos de mi vida. Prácticamente no pasa un día sin que lo cite, mencione o recuerde alguna de sus múltiples enseñanzas, desde sus invaluables, irrepetibles lecciones poéticas y gramaticales hasta la sabiduría amorosa que tiene mejores resultados en quien recibe el consejo que en quien lo da. Como la montaña, Rubén siempre estaba allí, sincero en sus dolores, estoico en la carcajada de niño que llevó a la práctica su idea de que escribir poesía es como jugar. Lo decía muy seriamente porque, cuando jugamos, nadie nos obliga, y estamos realizando una actividad que nos hace libres. Igual la poesía. Escribe Luis Miguel Aguilar, a partir de unas palabras de Cesare Pavese: “Sólo hay un modo de hacer algo en la vida. Consiste en ser superior a lo que haces”.
Este México al cual dedicó sus afanes –en sus próceres, en sus piedras, en la defensa de su lengua, en sus centros educativos– se mantiene en pie merced a la casta de sus habitantes y a su capacidad de sacrificio. En varias ocasiones, ante los detractores de nuestra Universidad Nacional Autónoma de México, dijo que en ella se concentran los cien mejores hombres y mujeres de México.
Todo niño es un héroe y es un brujo. La diferencia es que Rubén Bonifaz Nuño, leal a su infante interior, lector tanto de Homero como de Harry Potter, con el paso de los años continuó siendo mago y héroe.
En caminatas con sus discípulos en La Venta, Rubén Bonifaz Nuño nos enseñó que las piezas elaboradas por nuestros ancestros, desde la más humilde vasija, utilitaria y cotidiana, hasta los grandes monolitos simbólicos, son acumuladores de energía, formas que nos entregan su mensaje a través de los siglos. Traductor de los clásicos grecolatinos, heterodoxo y valiente lector de los antiguos mexicanos, fue sobre todo nuestro primer forjador de cantos, como se llamaba al poeta en la Gran Tenochtitlan. Sus palabras consuman la alianza con el prójimo, la mujer amada o la ciudad, “sitio y raíz de solidaridad, ámbito del amor sensual y de la fraternal comunicación”. En sus versos se testimonia la entrada de la lluvia, la consagración de la primavera en el cuerpo femenino, la cotidiana derrota del hombre de la calle y su capacidad de resistir, la valerosa alegría con la cual enfrenta la inminencia de la sombra. Hacer parte nuestra sus poemas nos templa el alma y blinda el heroísmo de existir con dignidad y plenitud. Poeta, humanista y hermano mayor, Rubén Bonifaz Nuño, Rubén corazón de león, lujo entre los lujos de la Suave Patria.