'Retrato de Ramón López Velarde' de Roberto Montenegro, óleo sobre lienzo, 1940. Pinacoteca de la Universidad Autónoma de Zacatecas, Zacatecas.
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Literatura

Ramón López Velarde entre nosotros

Para recordar la figura de Ramón López Velarde (1888-1921) en el centenario de su desaparición física, el escritor Vicente Quirarte, miembro de El Colegio Nacional, realiza un recorrido por las distintas perspectivas que han adoptado en torno al zacatecano los integrantes de la máxima cátedra de México. Lea un diálogo con la herencia viva de López Velarde en esta primicia editorial de La última fecha [itálicas], antología preparada por el propio Quirarte y Juan Villoro.


Por Vicente Quirarte

El 15 de mayo de 1943, por decreto del entonces presidente Manuel Ávila Camacho, se fundó El Colegio Nacional. México y el mundo atravesaban por un conflicto mayúsculo, y la idea de fortalecer la conciencia de la nación mediante el cultivo y reconocimiento a la inteligencia era una forma de tener un arma más perdurable para la reconstrucción del mundo. En la fotografía de los integrantes fundadores, se encuentran cuatro figuras vinculadas directamente a las letras: el poeta Enrique González Martínez, el filósofo José Vasconcelos, el novelista Mariano Azuela y el polígrafo Alfonso Reyes. Los calificativos anteriores son una forma de definirlos, pero los une la circunstancia de haber vivido la Revolución de diversas maneras. Ser testigos o actores del movimiento social. Los cuatro se hallaban en el apogeo de su carrera intelectual y pertenecían, en su mayoría, al grupo del Ateneo.

Habían transcurrido 22 años desde la muerte prematura de Ramón López Velarde. ¿Hubiera sido posible que su figura se sumara a la de los fundadores de El Colegio? Cierto que gozaba de la simpatía de González Martínez, con quien había compartido aventuras editoriales en las páginas de la revista Pegaso, y que México Moderno, revista dirigida por el citado poeta, había dedicado íntegramente su número de noviembre de 1921 a la presencia ausente de López Velarde; y que Vasconcelos, además de ofrecerle trabajo, le había consagrado funerales de príncipe y más adelante externó un breve y sustancioso juicio sobre él; es célebre la polémica que sostuvo con Alfonso Reyes, y otro ilustre miembro de esta corporación, José Emilio Pacheco, siguió paso a paso y atentamente los motivos de semejante escisión. No me ha sido posible localizar en la obra de Azuela alusión alguna a nuestro poeta.

La presente antología tiene como objetivo discutir la herencia viva que nos dejan las palabras de López Velarde. Herencia viva porque a lo largo de su existencia los integrantes de El Colegio Nacional no han dejado de dialogar con él. Así sucede con los fragmentos aquí incluidos de Carlos Fuentes y Fernando del Paso, que demuestran la huella inevitable del jerezano. El poeta Christian Peña evoca la ocasión en que Rubén Bonifaz Nuño los visitó en la Fundación para las Letras Mexicanas y comenzó a recitar de memoria versos del poema “Hermana, hazme llorar”, que ya eran suyos:

Fuensanta:

dame todas las lágrimas del mar.

Mis ojos están secos y yo sufro

unas inmensas ganas de llorar.

Yo no sé si estoy triste por el alma

de mis fieles difuntos

o porque nuestros mustios corazones

nunca estarán sobre la tierra juntos.

 

Un verdadero artista es semejante a un corredor de maratón, que necesita de la compañía de un pelotón que lo nutre y estimula, y pone los necesarios obstáculos en su camino. Finalmente, el puntero se desprende del resto y llega en primera posición. Ramón López Velarde contó entre sus contemporáneos mexicanos a los más significativos artistas y pensadores. Una fotografía tomada el 15 de agosto de 1917, en el primer aniversario de Cvltura, nos permite observar conjuntamente a la mayor parte de ellos. La imagen parece ser anterior a la definitiva, aunque es la que ha llegado hasta nosotros. El gesto espontáneo de quienes se están preparando para la toma definitiva es lo que otorga a la imagen su carácter especial. Ramón López Velarde se encuentra en el extremo derecho, flanqueado por Manuel M. Ponce y Rubén M. Campos. Ramón luce la sonrisa ambigua característica de la mayoría de sus retratos, y en el extremo izquierdo se encuentra, con un cigarro en la mano, el joven Antonio Castro Leal. Nacido en 1896 en San Luis Potosí, a los 32 años de edad sería el último rector de la Universidad Nacional antes de que la institución obtuviera su autonomía. Ingresó a El Colegio Nacional el 9 de agosto de 1948, y preparó el prólogo para la edición de las poesías completas y El minutero de Ramón López Velarde, pero en vida del poeta, según él mismo afirma, había escrito un artículo en El Nacional del 2 de febrero de 1916, donde aprecia sus “imágenes sutiles, expresiones inteligentes y temas inopinados”. En el prólogo aquí incluido, tras analizar la influencia de Francisco González León y ver la manera en que López Velarde lo asimila y supera, Castro Leal concluye: “La composición del poeta laguense parece un amable vals romántico y la de López Velarde una opulenta orquestación en la que el vals se ha transformado en un poema sinfónico”.

 

Escritores y artistas mexicanos en el primer aniversario de la colección Cvltura, 15 de agosto de 1917. Primera fila, de izquierda a derecha: Francisco Zenteno, José Tovar, Luis Castillo Ledón, Alfonso Cravioto, Carlos González Peña y Manuel A. Chávez. Segunda fila: Antonio Castro Leal, Saturnino Herrán, Julio Torri, Rafael Cabrera, Rafael Loera y Chávez, Manuel Toussaint, Francisco González Guerrero, Jorge Enciso, Agustín Loera y Chávez, Enrique González Martínez, Manuel M. Ponce, Ramón López Velarde y Rubén M. Campos. En la puerta del fondo: Efrén Rebolledo, Conrado Tovar y Carlos Aceves.

 

En 1929 aparece el primer número de la revista Contemporáneos. El nombre era el mismo que Jaime Torres Bodet había dado al libro que reunía ensayos sobre temas diversos que al mismo tiempo volvían a su generación contemporánea de lo que ocurría en otras partes del mundo. En 1930, en la revista, apareció el ensayo de Torres Bodet, futuro integrante de El Colegio Nacional, “Cercanía de Ramón López Velarde”. Procede de manera análoga a como lo hace Jorge Cuesta al reseñar en la revista Ulises un libro de Torres Bodet, pues elabora toda una poética generacional antes de entrar en materia. Torres Bodet destaca la calidad regional de la estética lopezvelardeana, que le parece más importante que su uso insólito del lenguaje. En su opinión, hay en La suave Patria indecisiones de estilo que otorgan al poeta mayor popularidad pero no mayor temperancia. El ensayo está poblado de numerosos nombres y alusiones –Góngora, Gracián, Mallarmé, Ramón Pérez de Ayala, José Bergamín, José Ortega y Gasset, Rousseau, Molière, Paul Morand, Frans Hals, Ravel–, y no rinde pleitesía al poeta de Jerez, sino que aspira a leerlo de manera crítica al concluir que desde el Romanticismo “la provincia es la gran proveedora de nuestros poetas”.

La generación de Contemporáneos se apresuró a hacer eco a la vida y la obra del poeta jerezano y a reconocerlo como el primero que había desconfiado de las palabras, al decir de Jorge Cuesta. Todos escribieron alguna página crítica sobre él o hicieron distintas alusiones y homenajes, como puede notarse en poemas de Carlos Pellicer y Gilberto Owen. En una antología de la poesía de López Velarde, cuya primera versión data de 1935, Xavier Villaurrutia advertía que:

 “la obra de Ramón López Velarde es, hasta ahora, la más intensa, la más atrevida tentativa de revelar el alma secreta de un hombre; de poner a flote las más sumergidas e inasibles angustias; de expresar los más vivos tormentos y las recónditas zozobras del espíritu, los llamados del erotismo, de la religiosidad y de la muerte”.

 

Al hacer el retrato del otro, estamos contribuyendo a hacer el propio. Villaurrutia enfrentó los antagonistas atribuidos a Ramón, y logró algunos poemas perdurables donde palpitan fantasmas despertados por las pasiones del jerezano. En síntesis, los Contemporáneos fueron herederos directos de los hallazgos de López Velarde.

En 1970 apareció la Antología del modernismo, en la cual José Emilio Pacheco escribe notas ejemplares y sustantivas sobre cada poeta incluido. Sus conceptos constituyen iluminaciones y nuevas lecturas. Pacheco se aproximó en varias ocasiones a López Velarde, y el resultado es el libro La lumbre inmóvil, publicado en 1978 por Editorial Era. El epílogo es obra de Marco Antonio Campos, autor asimismo de un Diccionario lopezvelardeano. Me parece justo y oportuno citar las palabras de Campos, cuando resume el contenido del libro:

“En los textos críticos de José Emilio Pacheco hay facetas de la vida y la obra de López Velarde que lo inquietaron desde muy temprano: los entresijos de la animadversión profunda que Alfonso Reyes tuvo hacia él; la influencia de Laforgue en su poesía, o acaso mejor, las coincidencias que hay con ella; las traducciones de Samuel Beckett de poemas del jerezano; enigmas de imágenes y metáforas de La suave Patria y el contraste entre la provincia mítica y la realidad de la patria espeluznante”.

 Octavio Paz es autor del ensayo El camino de la pasión. Inicialmente una respuesta y reseña al libro de Allen W. Phillips, Ramón López Velarde, el poeta y el prosista, aparecido en 1962, constituye una de las lecturas más atentas y reveladoras de lo que un gran poeta rescata de otro gran poeta que también creía, como Paz, en el espíritu crítico. En 1950, Paz había escrito en París el ensayo El lenguaje de López Velarde, donde advertía “la rima inesperada, la imagen autosuficiente, la ironía, el dinamismo de los contrastes, el choque entre lenguaje literario y lenguaje hablado”. Con poderoso brío dialéctico y una prosa bien musculada, en su ensayo posteriormente incluido en el libro Cuadrivio, Paz llega a conclusiones definitivas para las cuales proporciona sus propias pruebas e hipótesis, como cuando señala que la vida cotidiana es enigmática, que López Velarde tiene conciencia del lenguaje y que en su obra hay más sentimiento que pensamiento. Pone reparos a versos de La suave Patria que le parecen ripiosos y poco logrados, pero de la pluma de Paz han brotado algunos de los mejores juicios sobre el poema:

Canta en voz baja y evita la elocuencia, el discurso y las grandes palabras. Su México no es una patria heroica sino cotidiana, entrañable y pintoresca, vista con ojos de enamorado lúcido y que sabe que todo amor es mortal. Vista, asimismo, con mirada limpia y humilde, de hombre que la ha recorrido en los días difíciles de la guerra civil. Patria pobre, patria de pobres. Hombre de la Revolución, López Velarde pide un retorno a los orígenes: nos pide volver a México, porque él mismo acaba de regresar y reconocerse en esas mestizas que “ponen la inmensidad sobre los corazones”. Patria diminuta y enorme, cotidiana y milagrosa como la poesía misma, el himno con que la canta López Velarde posee la autenticidad y la delicadeza de una conversación amorosa.

Lectura de un poeta sobre otro poeta, el texto de Paz tiene en su favor la provocación y la duda, sobre todo cuando concluye que Ramón López Velarde es un gran poeta menor, en el sentido en que lo son Nerval frente a Víctor Hugo y Catulo frente a Virgilio. Habría que examinar el diálogo imposible pero deseable establecido entre López Velarde y T.S. Eliot, su contemporáneo estricto, pues llegó al mundo el mismo año de 1888. En 1916, Eliot escribe el ensayo Tradition and the Individual Talent, que es un programa de lo que López Velarde estaba haciendo al establecer su propia tradición. Las palabras de Eliot parecen escritas para él.

En 1974 hizo su primera salida al mundo el Museo poético de Salvador Elizondo. Es una edición de gran tiraje, de papel barato, dirigida eminentemente al público estudiantil, de manera particular a los estudiantes extranjeros. El autor de la selección y del imprescindible prólogo es el niño terrible de la literatura mexicana, el irreverente heterodoxo.

Cuando en 1974 apareció Museo poético, nadie hablaba de museos interactivos. La palabra museo, que evoca estatismo y contemplación devocional, parecía negar la Poesía en movimiento, título y manifiesto de la antología que había hecho su primera aparición en 1966 bajo la batuta de los principales poetas del momento. Elizondo agradece en su prólogo las antologías preparadas anteriormente por Antonio Castro Leal, Carlos Monsiváis, Gabriel Zaid y Jaime Labastida, pero advierte que la suya es una selección de poemas y de poetas, es decir, que no aspira a ser una historia de la literatura mexicana, sino ofrecer al lector los objetos verbales que mejor han marcado el gusto y estilo de una época.

En el estudio que precede a su antología, Elizondo externa el siguiente juicio sobre nuestro poeta:

“López Velarde no hizo escuela porque fue un poeta genial. Sus seguidores nunca obtuvieron el ingenuo matiz con precisión tan alta. Lo tomaron por un ‘poeta cívico’ o ‘poeta del terruño’ y degradaron su obra a la condición de pieza obligada en las fiestas escolares. Hoy los mexicanos debemos congratularnos de que la esencia de su obra está intacta y a salvo de toda proliferación”.

La selección correspondiente a López Velarde no incluye los poemas más repetidos, sino que constituye una breve biografía del ser contradictorio y el espléndido poeta que fue el “padre soltero de la poesía mexicana”, como lo llama Hugo Gutiérrez Vega.

Salvador Elizondo ingresó formalmente a El Colegio Nacional el 28 de abril de 1981. Su lección inaugural llevó por título Ida y vuelta, y en ella comienza por desarrollar el concepto del viaje para más adelante referirse a Joseph Conrad y James Joyce, con la promesa de dedicar a ellos sus conferencias, como puede verse en los libros resultantes de su pasión crítica.

Al evocar a Conrad, Elizondo señala: “El lenguaje de este autor produce la sensación de estar ante algo que no es producto o resultado de una operación meramente técnica de la escritura… sino como ante la manifestación escueta y deslumbrante del arte, en el sentido mágico de esta palabra”. Lo anterior puede afirmarse también de López Velarde.

A partir de la idea del amor cortés, a punto de la consumación, analiza el poema No me condenes, y concluye que el amor imposible fue el que siempre persiguió y al cual se mantuvo fiel López Velarde.

 

Gabriel Zaid es autor de varias facetas reveladoras de nuestro poeta, en ensayos como “López Velarde ateneísta”, “López Velarde civilista”, “López Velarde reaccionario”, más tarde recogidos en el libro Tres poetas católicos (Editorial Océano, 1997), donde analiza además las figuras de Carlos Pellicer y Manuel Ponce. En 1986, en la revista Vuelta, Zaid publica el provocador texto “Un amor imposible de López Velarde”. Con su lucidez característica y haciendo gala de un espíritu de riguroso investigador, Zaid desentraña los misterios de un creador que, por fortuna, siempre estará en el misterio. A partir de la idea del amor cortés, a punto de la consumación, analiza el poema No me condenes, y concluye que el amor imposible fue el que siempre persiguió y al cual se mantuvo fiel López Velarde. Zaid reconoce a sus antecesores y menciona sus fuentes, aun las más humildes que sostienen su tesis, y tiene la objetividad de analizar los “Renglones líricospublicados por el poeta bajo el revelador seudónimo de Tristán en El Eco de San Luis, a partir de agosto de 1913, los cuales nos permiten seguir paso a paso el estado de ánimo del poeta en su relación con su novia Magdalena Nevares y, en general, la idea que del amor doméstico tenía, tan cercana en este sentido a la decisión de Søren Kierkegaard y Franz Kafka, quienes deciden romper sus compromisos con Regine Olsen y Felice Bauer, respectivamente.

 

Jesús López Velarde, Salvador Berumen y Ramón López Velarde.

 

Juan Villoro escribió El testigo, donde la actuación del personaje central es determinado por la vida, las acciones, los versos y la atmósfera de Ramón López Velarde; y se convierte en una disección del animal humano a partir de ser prácticamente el poeta de Jerez. De igual manera, Villoro ha dedicado numerosas aproximaciones a la vida y la obra de López Velarde, como lo demuestra su obra de teatro que culminó la jornada Cultura y Revolución, organizada por El Colegio Nacional del 10 al 14 de mayo de 2021. Su lección inaugural, el 25 de febrero de 2014, llevó por título Históricas pequeñeces. Vertientes narrativas en la obra de López Velarde. Tras hacer una brillante lectura de los integrantes de El Colegio Nacional que se han referido a nuestro poeta de manera directa o indirecta, ofrece un paralelo entre los afanes de López Velarde y los de James Joyce, lo cual demuestra, entre otras cosas, que como país colonizado conocemos a un poeta profundamente mexicano como López Velarde, pero además tenemos el orgullo y la posibilidad de leer, descifrar y deleitarnos con la prosa de Joyce.

Imposible evitar el imán poderoso que en el México revolucionario atraía a todas las voluntades. En el ensayo Ramón López Velarde, maderista, Javier Garciadiego traza un inteligente mapa genealógico de los intereses políticos del poeta. Analiza su visión básicamente regional y concluye que López Velarde no contribuyó a la redacción del Plan de San Luis Potosí, para lo cual acude a circunstancias históricas y geográficas que vuelven imposible que el poeta participara en la redacción del proyecto político que dio formalmente principio a la Revolución mexicana.

 

La familia López Velarde Berumen. En el centro, sentados: José Guadalupe López Velarde y María Trinidad Berumen de López Velarde con Guillermo en su regazo. De pie, de izquierda a derecha: Ramón y Jesús. Sentados, en el mismo sentido, Pascual, Trinidad y Guadalupe. Fuente: Elisa García Barragán y Luis Mario Schneider, Ramón López Velarde. Álbum, México, U N A M , 1988, p. 17.

López Velarde no fue, por fortuna, el poeta nacional que en su momento pretendió el sistema. Siempre estuvo más allá de esas limitaciones y defendió su derecho a disentir y expresar sus propias ideas sobre las instituciones.

 

El trabajo de Christopher Domínguez Michael es igualmente propositivo, pues parte de la base de no creer en el mito del “poeta nacional”, fabricado de manera inmediata a la muerte del poeta y la publicación de La suave Patriaen la revista El Maestro de José Vasconcelos. López Velarde no fue, por fortuna, el poeta nacional que en su momento pretendió el sistema. Siempre estuvo más allá de esas limitaciones y defendió su derecho a disentir y expresar sus propias ideas sobre las instituciones, aunque no fueran siempre las más aceptadas. Lo dijo Saint-John Perse: el poeta debe ser la mala conciencia de su tiempo. Como asienta José Emilio Pacheco: “Sus ideas atentan contra la propagación de los mexicanos y contra la familia, a la que juzgó ‘taller de sufrimiento, fuente de desgracia, vivero de infortunio’. Si algo celebran son el erotismo –el uso no biológico de la sexualidad– y la necrofilia, cosas que jamás veremos exaltadas en los discursos presidenciales”. El ensayo de Domínguez demuestra la superioridad de la voluntad individual sobre la colectiva, una prueba más de que López Velarde fue, como expresaba de la patria, fiel a sí mismo.

 

***

 

Ramón López Velarde publicó en 1919 Zozobra, acaso la más intensa, audaz y moderna de las colecciones de poemas que dio a la luz en vida. Así como el ensayo Novedad de la Patria contribuye a leer con otros ojos el poema La suave Patria, López Velarde publicó en 1916, en la revista Vida moderna, tres textos en prosa que arrojan luz sobre su poesía en general y en particular sobre los esfuerzos concentrados en sus afanes con el lenguaje. Se trata de los ensayos titulados “La derrota de la palabra”, del 22 de abril; “El predominio del silabario”, del 31 de agosto; y “La corona y el cetro de Lugones”, aparecido el 19 de octubre. López Velarde se había instalado ya en la capital de la república, y su actividad como abogado y político no le impedía ser un poeta propositivo y, como el tiempo se encargaría de demostrarlo, un autor de larga duración.

Zozobra es uno de los títulos más afortunados en la historia de la literatura, pues subraya como pocos una idea de T. S. Eliot: la diferencia entre “el hombre que sufre y el poeta que crea”. Como escribió José Gorostiza: “Nada había en su figura que hubiese podido proporcionar el menor indicio de la angustia que lo desgarraba”. En esa contención se encuentra uno de los motivos de la permanencia de López Velarde entre nosotros.

La zozobra es el mejor estado para crear. La duda, la incertidumbre, nutren al poeta más que la consumación. Mantenerse en vilo, en el filo de la navaja, obliga al ser de palabra a encontrar los vocablos que mejor designen y den cuerpo a sus pasiones. El poeta colombiano Darío Jaramillo sintetiza lo que constituye una poética vital y literaria: “Los únicos amores posibles son los amores imposibles”. López Velarde quiso ser obediente acero al poderoso, seductor imán de la inminencia, y desde el primero de sus poemas, se mantuvo fiel a este sentimiento. Su título ya revela esta inclinación a la que es una tragedia para el común de los mortales; y para el poeta y el amante, una consagración:

 

A un imposible:

Me arrancaré, mujer, el imposible

amor de melancólica plegaria,

y aunque se quede el alma solitaria

huirá la fe de mi valor risible.

 

Ramón López Velarde y Enrique Fernández Ledesma.

 

Con este aceptar vivir fuera de la convención y la norma, el poeta se convierte en un marginal. En un héroe. A lo largo de un trabajo anterior, El fantasma de la prima Águeda, que sigue de cerca las iluminaciones de Gabriel Zaid, he tratado de demostrar de qué manera el poeta mantiene su lealtad a la insania heroica, a este hablar a solas que lo lleva a encontrar sus convicciones precisamente en la falta de fe; la fe religiosa que antes lo había sostenido. Por varios motivos, “Mi prima Águeda” es uno de los poemas fundamentales de La sangre devota, primer libro de nuestro poeta. Si bien es uno de los que demuestra mayor maestría técnica –paralelismos, correlaciones, sentidos y sinestesias en contrapunto–, y el verso libre fluye con libertad, por otra parte proporciona gran cantidad de elementos para comprender la intimidad de López Velarde, su poética del seductor y su afán por permanecer como un tigre solitario, trazando ochos en el piso de una soledad buscada y defendida a pesar del propio poeta.

El mismo año de la decena trágica, en 1913, termina en Aguascalientes el noviazgo de López Velarde con Magdalena Nevares, quien hacía frecuentes visitas a la Ciudad de México. Una lectura entre líneas de uno de los textos publicados en esa época proporciona noticias abundantes sobre la actitud de López Velarde hacia la relación amorosa:

Soy, en verdad, indigno de la mujer sana porque estoy contagiado de la enfermedad de mi tiempo: la pecaminosa inquietud rastrera y sin esperanza, como una flor que se concediese al lodo. Porque nuestra inquietud no es la del mancebo sobre quien gotea la cera ardiente de Psiquis. Vamos sin rumbo, solicitados por imanes opuestos, y si una gota de cera nos da el éxtasis, la otra nos quema con lumbre sensual.

De ahí que el poema “Que sea para bien”, contenido en Zozobra, admita múltiples lecturas: a) la pérdida de la inocencia ante la llegada y conocimiento de la experiencia; b) la pérdida del asidero de la fe; c) el imperio de la tentación. No sería difícil leer el poema como un canto a la ciudad, más que a la mujer fatal que clausura definitivamente las puertas del paraíso infantil.

El poeta asume valerosamente su condición de descastado, de mendigo cósmico cuya misión es “vivir la vida de todos y de todas”. Para hacerlo, siente la obligación de autoexiliarse, de no aceptar las formas de la engañosa dicha ofrecidas por el contrato social. Por lo tanto, el poema “La mancha de púrpura” es el que mejor sintetiza tal espíritu de entrega y de inminencia, de constante hallazgo que significa la renuncia y el retraso de la llegada de la luz. El deslumbramiento constante y repetido sólo puede ocurrir con la renuncia voluntaria. “Yo sufro tu eclipse, oh creatura solar”. El poeta acude a la figura del cazador furtivo para analogarlo con el trabajo del seductor.

 El año 1919 llega al fin de sus días Amado Nervo. Su funeral alcanzó la categoría de una ceremonia de Estado, y nunca un hombre de letras había alcanzado semejantes honores. En el instante de su muerte, Nervo era el poeta más popular de México y considerado el más alto acento del modernismo. Sin embargo, ese propio 1919 apareció Zozobra, donde el lenguaje luce forzado y transformado en toda su plenitud, y cuyos fulgores llegan todavía hasta nosotros. En 1898, Nervo había publicado su primer libro de versos, Perlas negras, que ya desde el título indica su clara filiación modernista en la modalidad decadente. Así lo comprendió el poeta Francisco M. de Olaguíbel, cuando saludó al libro en las estrofas cuyo pórtico es elocuente:

Adorna con tus fúnebres collares,

Con tus tristes diademas,

A tu Musa bohemia: la Neurosis,

Y a tu pálida novia: la Tristeza...

En efecto, el libro está formado por piezas donde el joven poeta manifiesta su prematuro desencanto de la vida. Pero en la advertencia del libro manifiesta lo que a la postre se convertiría en su máxima fuerza y debilidad: “Si algo vale la sinceridad en el arte, que ella me escude”.

La sinceridad es la hermana peligrosa de la creación. Eliot desarrolla, en el ensayo antes citado, la idea de que un autor no nace por generación espontánea, sino que se debe a sus antecesores, pero igualmente al aporte que hace su propio, exclusivo, irrepetible talento. López Velarde tenía una gran admiración por Nervo, pero era también suya la plena conciencia de la importancia de la obra propia, como se aprecia en esta carta enviada a su amigo Eduardo J. Correa desde San Luis Potosí, en una fecha tan temprana como el 27 de enero de 1908: “No seguiré su consejo de publicar hojas literarias en esta ciudad. ¿Sabe por qué? No quiero levantar en el desierto mi altura artística; deseo conquistarme la sabrosa satisfacción de erguirme entre cumbres y, sin que lo solicite, recibir de ellas homenaje”. De los tres ensayos de López Velarde antes enunciados, espigo algunos de sus preceptos y exigencias:

Nuestros hombres de pluma aderezan párrafos y estrofas como guisotes. Así es como el ejercicio de las letras se ha vuelto industria de chalanes y filón de trapaceros.

Para conseguir la más aquilatada expresión, nada hay mejor que cortar la seda de la palabra sobre el talle viviente de la deidad que nos anima.

Antes de borrajear el papel, hay que consultar cada matiz fugaz del ala de la mariposa.

Aludo a la lujuria del oficio, a la morbidez del estilo, requisito indispensable para cuantos persigan obra duradera.

Cuando aparece en 1919 el que iba a convertirse en libro central de su autor, López Velarde se encontraba en la cima de su pensamiento y su labor creativa. Demostró que el verdadero artista transforma sus pasiones en objetos verbales que alteran radicalmente el cuerpo del lenguaje. A cien años de su entrada en la inmortalidad, seguimos dialogando con él. Aún no tenemos el país que no hemos merecido pero que merecemos. Pero sí seguiremos teniendo al poeta que acompaña y cuestiona cada uno de nuestros modestos intentos que él magnifica en heroicas aventuras. Su ejemplo de exigencia verbal lo hacen digno de nuestra admiración, y como él hubiera querido, de nuestro constante juicio crítico. En 1921 comenzaron los años López Velarde, porque entonces fue unánimemente reconocido con el título, peligrosamente ambiguo, de “poeta nacional”. No han llegado a su fin, porque sus poemas permanecen tan vivos como la odisea por él protagonizada, defendida y exaltada. Sus palabras son un manifiesto cuya tinta aún no seca, y en él hay que buscar un rumbo para este país masacrado e incierto, pero como la historia lo demuestra, siempre invencible y renaciente. El poeta nos limpia la sangre y nos obliga a convertir cada uno de los minutos de nuestra vida en la obra de arte a la que todos estamos obligados. Juan Villoro lo resume muy bien: “Su cadáver no pudo arder, pero su poesía no ha dejado de hacerlo”. Por esa razón el poeta y su obra siguen con nosotros.

 

Descubrimiento de la placa en homenaje a Ramón López Velarde en el cerro de La Bufa, Zacatecas, el 30 de septiembre de 1926. Aparecen, entre otros, Leopoldo López Velarde y Berumen, hermano del poeta, con otras dos personas y Eugenio del Hoyo Cabrera. Octubre de 1926. Fotografía de Revista de Revistas, 17 de octubre de 1926. Fuente: Berrnardo del Hoyo Calzada, cronista.

 



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