Una mañana de 1976, cumpliendo su rutina a cien metros de playa norte en el mar del puerto de Veracruz, el joven pescador de pulpo de 25 años Raúl Hurtado Hernández, notó que algo brillaba en su zona de buceo. Sin expectativa alguna y siguiendo su mera curiosidad, Hurtado descubrió lo impensable: una barra de oro. Suena a ilusión que un pescador muy pobre encuentre un tesoro en el mar y, como si toda fábula pudiera cumplirse, consigue sacarlo. Los elementos son inmejorables para una historia de ficción o cinematográfica, pero no hay epílogo con típica inscripción para decir que “vivió feliz para siempre”. Lo que ocurre después es un reflejo de la forma en que caminan “a la mexicana” elementos como la aplicación de justicia, la defensa legal, el proceder de los jueces, y la preservación de las riquezas nacionales.
Sin instrucción académica o técnica para desempeñar su oficio en un nivel de alta competencia, sin apoyos oficiales de ninguna especie, ni los elementos que hubieran definido su trama personal como la de un ganador, además con los grandes pesares de una desconfianza social que no perdona el éxito y cuestiona los logros más elementales, con todo eso como marea incontenible, Hurtado encalla, no contra los riesgosos arrecifes que eran su ambiente de siempre, sino contra un sistema, contra una sociedad capaz de liquidar las posibilidades de cualquiera, pero incapaz de crear las condiciones que transformen ascendentemente al ciudadano común.
Admiro el coraje que tuvo para seguir contra todo. Una fuerza que tampoco perdió en los últimos meses de su vida como un defensor de la costera arrecifal veracruzana.
Conocí a Raúl Hurtado y me sorprendió la forma en que los eventos marcaron su vida y la de los suyos. No era sólo un glosario anecdótico, sino una afrenta viva. Admiro el coraje que tuvo para seguir contra todo. Una fuerza que tampoco perdió en los últimos meses de su vida como un defensor de la costera arrecifal veracruzana, amenazada por la permanente expansión inmobiliaria y turística. Aquella barra de oro lo sorprendió y figuró el anhelo de la riqueza. Espejismo acuático donde las distancias, las dimensiones y los sonidos no se asemejan a la vida en tierra firme.
“Me quitaron el mar”
Hurtado llegó a Veracruz procedente de la Ciudad de México en 1968. Desempeñó los oficios de albañil y pintor que aprendió de su padre. Terminó por afanarse en la pesca, donde encontró vocación por la inmersión prolongada en la modalidad de pesca de pulpo. Con aletas sencillas y un visor modesto, Hurtado conseguía lo del día para irla pasando con su esposa y sus cuatro hijos.
Meses después de su primer hallazgo, encontró otra barra de oro. El pescador se petrifica porque siente que es la misma barra que ya vendió. Era idéntica. Se inquieta más cuando días después encuentra pequeñas piezas de orfebrería fina, todas con oro. Las extrajo poco a poco, hasta que removió en una especie de cueva pequeña y ahí se destapó un auténtico tesoro. Apoyado por su hermano Francisco, fue extrayendo y vendiendo a José Luis Ortega, propietario de la joyería La Esmeralda (previamente su compadre Francisco Chablé lo había animado para ir con expertos y saber si aquello tenía valor), con ubicación en la calle Primero de Mayo número 489 en Veracruz. Versiones novelescas citan que a Ortega se le iluminó el gesto por el reflejo del oro y tras una breve prueba gritó: “Esto es oro de 24 kilates”, cosa poco probable por las condiciones del metal tras cuatro siglos y medio en el agua del mar, pese a la efectiva protección de la cueva donde se hallaba. Tasaron el gramo de oro en $17.50. El joyero –en muchas citas periodísticas se le define como “platero”– hizo fundidos para aprovechar el oro y hacer anillos y otras piezas de venta.
Su hermano Francisco, camarada en la aventura, viajó de vacaciones con su novia a diferentes puntos turísticos (Acapulco, Cancún…), mientras que Raúl pensaba en sus carencias: “hacer una casa y comprar zapatos y calzones para mis hijos” (Excélsior 13 de octubre de 1976). La casa de los anhelos comenzó a edificarse en la calle 19 lote 19 de la colonia Playa Linda. Pero un supuesto amigo –lo había acompañado a comprar materiales–, vio las joyas semiocultas mientras se efectuaban los trabajos de albañilería. El tipo resultó ser “madrina” de la policía; el término llano es menos elegante: soplón. Raúl y su esposa fueron sorprendidos en la madrugada por la policía. No valieron argumentos, lo acusaron de robar una joyería, pese a no existir una denuncia formal de nadie, más que el “chivatazo” del supuesto amigo. Su esposa Magdalena Aguilar y él estaban en cama. Cuando ella acudió a ver a su esposo al penal, los policías se burlarían de haberla visto con poca ropa. Ante su insistencia de ver a Raúl, la encerraron acusada de escándalo. Repetirían el acto, hasta que dejó de ir, sin dinero para cubrir las multas que la sacaban de la celda. Por demasiados días y contra los derechos humanos más elementales, le impidieron ver a su esposo.
El pescador recibió trato de criminal, cuando en realidad no causó daño a nadie, ni actuó con premeditación. Aunque torturado, se negó a declararse ladrón. Los policías le advirtieron que sus sufrimientos, los padecería su esposa; entonces dijo que era un tesoro sacado del mar. Hubo rumores irresponsables aseverando que Hurtado había organizado una gran fiesta; al percatarse que un pescador despilfarraba tanto, la policía –siempre tan diligente–, decidió investigar (¿por orden de quién?) y entonces lo agarraron con las joyas.
El periódico Excélsior dio cuenta de la captura del pescador, quien poseía 61 piezas, cuyo conjunto sumaba un total de 17 kilos de oro puro. Hay arqueólogos, historiadores, periodistas y mitómanos que afirman –con datos o sin ellos– que las piezas son parte del mismísimo ¡tesoro de Moctezuma!
El 12 de octubre de 1976, el periódico Excélsior dio cuenta de la captura del pescador, quien poseía 61 piezas, cuyo conjunto sumaba un total de 17 kilos de oro puro. Por todo el tesoro, Raúl recibió un pago estimado en $70 000, mientras que las autoridades del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), calculan que las piezas tienen un valor vigente de más de cien millones de pesos.
La información, como un remolino en suelo submarino, confunde a los expertos y a la sociedad entera. Hay arqueólogos, historiadores, periodistas y mitómanos que afirman –con datos o sin ellos– que las piezas son parte del mismísimo ¡tesoro de Moctezuma! Una investigación oficial acordona la zona con una centena de buzos, sin permitir que pescadores y buzos locales participen en ella, sólo los del Instituto de Antropología de la Universidad Veracruzana. El alcalde Juan Maldonado Pereda deja el caso en manos de la Tercera Zona Naval, la cual aseguró el área como si fuera zona de guerra. Los pescadores se quejaban de no poder ingresar a su destino de pesca cotidiano. Otros dicen que no había ese tamaño de celo ni pericia en el bloqueo del área para evitar “más saqueos”. Se reportó después que bajaron varios equipos de buceo, incluido uno de los Estados Unidos, sin que se aclarara –por lo menos en la información oficial de ese 1976– a qué autoridad representaban y quién solicitó su apoyo o asesoría técnica y de búsqueda. Oficialmente no se encontró una sola pieza más. Así de preciso decían que había sido el pulpero en su valiosa extracción; luego dirían que quizá no encontraban nada porque había mentido sobre el lugar exacto para volver después de la cárcel y sacar el resto. Entre muchos expertos, llegaron desde Cancún el teniente Luis Hurtado con un equipo de buzos y el capitán Edilberto López de la Procuraduría General de Justicia. Existió incluso la intención de bucear en otra época del año, para evitar los “nortes” que sacudían el oleaje en esa temporada, generaban contracorriente y revolvían el sedimento marino.
El pulpero mantuvo su máxima aún bajo tortura: “Yo no robé a nadie”.
Alfonso Medellín Zenil, director del Departamento de Antropología e Historia del Estado de Veracruz y del Museo de Antropología de Xalapa, condujo las diligencias para la certificación de manufactura prehispánica, datación, etcétera. Hubo recepción oficial y disposición para exhibición. El periodista Antonio Salazar Paez recoge el testimonio del antropólogo Roberto Williams García: “nunca dejan de tenerse sorpresas dentro del campo de la investigación arqueológica, porque no cabe imaginar que en un lugar desolado quedara escondido durante más de 450 años un fabuloso tesoro artístico y cultural, que conmueve y lleva a la reflexión sobre la categoría artística de los obreros mexicanos” (periódico El Dictamen, 6 de octubre de 1976).
Después llega el otro problema, de carácter judicial, ya que según las interpretaciones de juristas, Raúl Hurtado no destruyó patrimonio, pues vendió las piezas como las encontró, en tanto que el joyero fundió reliquias de alto valor histórico. Sin embargo no lo exculparon. Hay momentos en que está preso y en el limbo, sin definición legal. Padece suspensión provisional de derechos. Pero si no violó la Ley Federal de Monumentos, entonces sólo debía impuestos por vender por falta de declaración de bienes sin procedencia comprobable… Lo único claro es que nadie conoce plenamente la Constitución mexicana. En ese sentido, el pulpero mantuvo su máxima aún bajo tortura: “Yo no robé a nadie”.
¿Cómo podría acreditarse la propiedad o procedencia de las joyas y las barras de oro? La familia de José Luis Ortega acusaría después que en sus “diligencias”, los policías se llevaron joyas de su negocio sin relación alguna con las joyas prehispánicas. Lo que salió de sus vitrinas nunca regresó. Ahí entra otra controversia: ¿cómo podía probarse que fundió barras del tesoro y no barras nuevas, propias, acopio de su material? Desde la perspectiva de la abogacía, probablemente el inculpado debió ser sólo el joyero, ya que el pulpero le vendió oro, no joyas prehispánicas, una categoría que Ortega sí pudo reconocer y por tanto, debió advertir a su vendedor para que notificara a las autoridades.
Podría tratarse de un tesoro que se hundió llegando o saliendo del fuerte. La variedad de las piezas indica también que era un tesoro ya asegurado por los militares españoles.
Mientras Hurtado estuvo en la cárcel, se montó la exposición Las joyas del pescador, que pasa por el propio Museo Nacional de Antropología e Historia, antes de instalarse definitivamente en El Baluarte de Santiago en Veracruz, uno de los pocos fuertes conservados en el país, hoy monumento histórico. Se muestran piezas de artesanía indígena (brazaletes, pendientes con filigranas de caballeros águila…) y barras de oro (con una X) que se consideran fundidas en la Casa de Hernán Cortés. Queriendo ser precisos, varios reporteros de la época hablan de las joyas del Palacio de Axayácatl, es decir, el sitio que albergó primero a Moctezuma y después a Cortés.
El hecho de que las aguas del hallazgo colinden con San Juan de Ulúa permite aproximaciones antropológicas de que podría tratarse de un tesoro que se hundió llegando o saliendo del fuerte. La variedad de las piezas indica también que era un tesoro ya asegurado por los militares españoles. ¿Intercambio entre Moctezuma y Cortés que ocultaron soldados que guarecieron su codicia de joyas en el arrecife veracruzano? No hay galeones hundidos en el área, lo que permitiría desechar la idea de la gran embarcación colisionada; aunque sí hay registro de embarcaciones hundidas en zonas de navegación de relativa cercanía en los siglos XVII y XVIII. El tesoro es muy importante, pero las pesquisas dirán que no aparece en los libros y folios de registro de la Corona española. Entonces, los soldados habían robado y perdieron parte o toda la carga, que fue lo que halló Hurtado. Cuando menos así lo creyó Williams García, quien especifica datos de un barco que se hundió en 1528.
Otra arista menos comentada fue la del avión en que murió Alfredo Bonfil, líder agrarista, quien supuestamente transportaría joyas y oro de procedencia dudosa. Pero no había restos de fuselaje que respaldaran esa versión. Dicho naufragio se ubicó a 1.6 millas náuticas del sitio del hallazgo de Hurtado. Para contribuir a la bizarra secuencia de hechos, la viuda de Bonfil reclamó el tesoro en 1979 como herencia propia por ser de su difunto marido.
Como adición dramática de un guion bien calculado, el buscador profesional de tesoros Vicente Contreras Vázquez, con la reputación de haber asegurado diferentes tipos de tesoros en muchas partes del país, se enteró del caso por la prensa. Viajó a Veracruz para entrevistarse con Hurtado en el penal de Allende. Al conocer al pescador y las condiciones del caso, se convence aún más de que se está cometiendo un atropello. Después de 30 años como exitoso buscador de tesoros, nunca había visto que encarcelaran a alguien por un hallazgo. Según testimonio del propio Contreras, su mayor éxito fue un tesoro encontrado en El Porvenir, Michoacán, en 1957, con un valor de doce millones de pesos.
Pero el hombre tras las rejas no estaba para confiar en nadie. Receloso y parco, no cree que aquel desconocido se mueva sin algún interés oculto. Vicente pronto sorprenderá aún más al pescador, cuando contrate los servicios de Luis Emilio y Gabriel Fuster Jiménez, abogados veracruzanos de gran capacidad, quienes toman el caso y construyen su defensa. Meses después y en otro lance de gran generosidad, Contreras ofrece al pescador apadrinar su boda, ya que él y su esposa Magdalena vivían en unión libre.
En la acusación formal que presentó Alberto Oaxaca Delgado, agente del Ministerio Público Federal, se especificaba que Raúl y su hermano habían cometido violaciones a la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicas Artística e Históricas, en las modalidades de apoderamiento, transporte, comercio y destrucción. Entre las irregularidades de esta presentación acusatoria, se argumentaría posteriormente que aquella no era una zona arqueológica declarada, por tanto no podía existir una deliberación de saqueo, ni nada similar. Las terminologías y las precisiones técnicas fincan otra duda: ¿es el mar un monumento nacional? No puede considerarse como tal en cada uno de los litorales del país. Los hermanos Hurtado y el joyero no tuvieron derecho a fianza. Esa ley de monumentos estipula que “son propiedad de la nación todos los bienes arqueológicos hallados en territorio nacional”. Otros decían que Raúl pudo gozar de la categoría de “depositario” de las joyas, y no ser ladrón. Sí, hay una infracción, pero ¿hay justicia cuando un pescador es maltratado –el término sí es justo para resumir las vejaciones– por las autoridades como lo fue Raúl Hurtado? Desconocía la ley. ¿La ignorancia debe ser crimen por definición? En el penal de Allende, entre criminales de alta peligrosidad, muchos de ellos sin posibilidad de volver a pisar la calle, varios de los personajes más fieros le palmeaban el hombro diciéndole: “nosotros hemos matado… tú no deberías estar aquí”.
Vicente Contreras cuenta en El tesoro de Moctezuma se asoma (Vicova, 1983) su travesía en defensa del pulpero. Por ello legó el 10% de sus regalías como autor a Hurtado; varios de los datos que consigno, aparecen en esa obra. Contreras, entendido y asesorado en los temas, aseguraba que el hallazgo fue tan accidental como legal, y que cuando el gobierno decomisó las joyas, debió darle a Hurtado el 50% del avalúo de los peritos del INAH. Sin denuncia, sin documentos, sin comprobantes, el pescador debió de gozar el tesoro. Contreras declaró a la prensa local: “considero que la postura que se debe adoptar es considerarlo un benefactor del acervo cultural e histórico de nuestra patria”, (periódico Notiver, 19 de octubre de 1976; nota de Manuel Bravo Malpica).
El equipo Fuster Jiménez cumplió con su trabajo y tras 75 días de encarcelamiento, Hurtado salió en libertad. Entre otras precisiones, se estableció que el Artículo 877 del Código Civil Federal sobre tesoros, dinero y alhajas u objetos preciosos, cuya procedencia (fidedigna y comprobable) se ignora, pertenecen al 50% a la persona que los encuentre. Ningún peritaje pudo delimitar el origen del tesoro. La carencia de un “valor probatorio” no podía sustentar culpabilidad de Hurtado, ni afectación de un acervo, reserva, zona o catalogo establecido.
Raúl se casó el 5 de diciembre de aquel 1976 en ceremonia religiosa oficiada por el obispo José Guadalupe Padilla Lozano; con gran banquete al que asistieron amigos, curiosos, colados, sin policías y con sus cuatro hijos. Vicente Contreras y su esposa Adela colocaron a la pareja Hurtado Aguilar el lazo conyugal. “Soy feliz, porque al fin se nos hizo justicia”, dijo Raúl. La alegría era inmensa, fue una boda de cuento, pero la sonrisa duraría poco.
El nuevo y negativo giro llegó cuando el licenciado David Delgadillo Guerrero, Juez Segundo de Distrito de Veracruz, ordenó la reaprehensión de Raúl Hurtado y del orfebre José Luis Ortega. El joyero se fugó pero Raúl volvió a la cárcel el 1 de febrero de 1979. Hay indignación, desplegados, entrevistas, imputaciones y más. El reclamo llega de especialistas, periodistas y ciudadanos, quienes se indignan por el fallo en contra del pescador. Nadie se sensibiliza en las alturas, donde jueces y abogados aducen erudición y exhiben tortuguismo y dolo. Hurtado vería por fin la luz con libertad hasta el día 27 de noviembre, 11 meses después de su inverosímil “reaprehensión”.
Vicente Contreras llevó al pulpero a encontrarse con el presidente de la República, José López Portillo, el 5 de marzo de 1981 para solicitar reparación del daño y el pago que, expuesto ya en la resolución del proceso, le correspondía por descubrir un tesoro nacional. El presidente parece escuchar, parece entender, parece dar una orden positiva… pero no hace nada. Poco después del encuentro, ya no responden mensajes en presidencia y terminan por decir que el expediente está perdido.
El pescador aseguró que vio en una revista de espectáculos a la actriz Sasha Montenegro, posterior esposa de López Portillo, portar un pectoral que reconoció: “Eso yo lo saqué del mar”. En marzo de 1981 se solicitó directamente al presidente la devolución de lo que no fue catalogado en Ciudad de México como de carácter prehispánico, es decir, joyas y oro. No hubo respuesta. La Suprema Corte de Justicia de la Nación lo perdona el 29 de octubre de 1982 al considerar que Hurtado tenía desconocimiento de que se trataba de material propiedad de la nación.
El pescador aseguró que vio en una revista de espectáculos a la actriz Sasha Montenegro, posterior esposa de López Portillo, portar un pectoral que reconoció: “Eso yo lo saqué del mar”.
Raúl me contó que la primera barra la dejaba caer sobre una roca y entonces hacía un sonido como de campana de iglesia; cuando eso ocurría, los peces se acercaban. Quizá debió darle ese uso, el de una carnada inusual, sin observadores codiciosos en el fondo marino. Hubiera pescado sin red, sin arpón, sin miedo a la cárcel y a terminar su vida en la ruina. Con nostalgia y dolor decía: “Me quitaron el mar”. Pero afortunadamente sus hijos y sus nietos entraron al agua para ser parte de la fuerza de los pescadores. Me queda el gusto de que lo llevamos a comer, al estadio de futbol y al mismo acuario de Boca del Río.
“Así se ve allá abajo”, comentó al recorrer la pecera oceánica. Caminando con tranquilidad en el malecón veracruzano, nadie supondría que aquel hombre sencillo de baja estatura, alguna vez fue acusado de “robar a la nación”. Con esa piel quemada por el sol y alimentada por el agua salada y sus corrientes, vimos a Raúl Hurtado bajar al mar. No sabíamos que ya se despedía. Hacerse querer con su trabajo fue su mejor tesoro.