Hay que caminar –alegres y regocijados, dice Miguel de Cervantes– en el tiempo y por las calles del París de junio de 1925 para entender algo sobre dos piezas escénicas escritas por Manuel de Falla que fueron tocadas y estrenadas ahí. Hay que acompañarlo –como hicieron Manuel M. Ponce y el poeta cubano Mariano Brull– hasta el Trianon Lyrique donde se celebra un “Festival de música y danza españolas” cuyas protagonistas principales son la cantante Alicita Felici y la bailarina Antonia Mercé, La Argentina. Participa también el compositor Joaquín Nin y una orquesta “de sesenta músicos” dirigida por Roger Désormière.
En primer término, Felici canta algunas canciones populares españolas, armonizadas por Nin y acompañada al piano por el autor. En segundo lugar, Nin actúa como solista en Noches en los jardines de España, cuyo estreno parisino había hecho en 1920, dirigido por Enrique Fernández Arbós. Y, para terminar, seis canciones populares españolas, armonizadas y acompañadas por Nin que fueron cantadas por Felici y bailadas por la célebre Argentina. Para el público parisino aquel tipo de festivales no son extraños, sino todo lo contrario: un escaparate atractivo y de moda para contemplar a les autres, a los exóticos vecinos allende los Pirineos. Por lo demás, es evidente que a los franceses les ha resultado muy llamativo todo lo español: se trata de un sabor local que gustan y comprenden, que han hecho suyo desde que Bizet se apropió de Sevilla y Chabrier escribió aquella España. La moda de lo español corre por las riberas del Sena y si en 1925 la música de Falla es tocada y vuelta a tocar, lo español no parece moverse del escenario y 1928 escuchará por vez primera un Bolero de legendaria fama. Con todas las magistrales páginas de música española escritas por franceses, con aquel ejercicio de apropiación cultural, los parisinos no sólo reciben el fantástico flujo sonoro de partituras magistrales, sino que refrendan su identidad cosmopolita. Es en París, la capital del mundo, el centro de la civilización, como la imaginó Víctor Hugo, donde lo extranjero adquiere pasaporte de universalidad –lo eslavo, lo español, lo japonés–. Sólo desde París es posible, realmente posible, ser cosmopolita. Más allá de las puertas de Clignancourt o de Clichy, diríamos hoy, “todo es Cuautitlán”.
Es evidente que a los franceses les ha resultado muy llamativo todo lo español: se trata de un sabor local que gustan y comprenden, que han hecho suyo.
En primer término, Felici canta algunas canciones populares españolas, armonizadas por Nin y acompañada al piano por el autor. En segundo lugar, Nin actúa como solista en Noches en los jardines de España, cuyo estreno parisino había hecho en 1920, dirigido por Enrique Fernández Arbós. Y, para terminar, seis canciones populares españolas, armonizadas y acompañadas por Nin que fueron cantadas por Felici y bailadas por la célebre Argentina. Para el público parisino aquel tipo de festivales no son extraños, sino todo lo contrario: un escaparate atractivo y de moda para contemplar a les autres, a los exóticos vecinos allende los Pirineos. Por lo demás, es evidente que a los franceses les ha resultado muy llamativo todo lo español: se trata de un sabor local que gustan y comprenden, que han hecho suyo desde que Bizet se apropió de Sevilla y Chabrier escribió aquella España. La moda de lo español corre por las riberas del Sena y si en 1925 la tocaría allí esa pieza para deleite de los lunáticos. Y todavía, en 1924, Falla convirtió la música en un “ballet-pantomímico” que se estrenó en París en 1925 bajo su dirección. De modo que todos los caminos vuelven a esa ciudad, a ese teatro y a ese mismo elenco, pues había sido La Argentina quien había estrenado El amor brujo en París.
La suma de críticas dejó una huella en el ánimo del compositor e hizo que emprendiera distintas transformaciones de su obra en años subsecuentes.
Apenas un mes antes –mayo de 1925, días más, días menos– tuvo lugar otro festival de música española y contemporánea donde Manuel de Falla dirigió el estreno de El amor brujo. En su versión original la pieza fue una gitanería, es decir, una obra escénica concebida para la cantaora Pastora Imperio, quien, sin saber música en el sentido académico, la estrenó en Madrid en 1915. En esa versión la obra llevó distintos parlamentos y fue concebida para un pequeño ensamble instrumental. Distintas fuentes coinciden en que la pieza no tuvo el éxito esperado. La idea de reunir lo culto y lo popular no satisfizo a todos; mientras que otros críticos atacaron a Falla ¡por francés!: “No se puede componer música española mientras se piensa en Debussy o Ravel”, escribió Santiago Arimón en alguna crónica, por increíble que tal dislate parezca. Pero la suma de críticas dejó una huella en su ánimo e hizo que el compositor emprendiera distintas transformaciones de su obra en años subsecuentes. Primero la convirtió en una obra orquestal, redujo los diálogos y dejó únicamente tres canciones para mezzo-soprano, ya no para una cantante de flamenco. Después realizó también una versión para orquesta de cámara (1917). Además hizo versiones para piano de algunas piezas e incluso arreglos para piano a cuatro manos. Arthur Rubinstein, el legendario pianista, haría de la Danza ritual del fuego una de sus piezas más famosas de su repertorio, e incluso bromeó con que cuando fueran los primeros conciertos en la luna tocaría allí esa pieza para deleite de los lunáticos. Y todavía, en 1924, Falla convirtió la música en un “ballet-pantomímico” que se estrenó en París en 1925 bajo su dirección. De modo que todos los caminos vuelven a esa ciudad, a ese teatro y a ese mismo elenco, pues había sido La Argentina quien había estrenado El amor brujo en París.
Cuenta Carol Hess, especialista norteamericana que ha escrito un interesante libro sobre Manuel de Falla1, que prácticamente no hubo quien no aplaudiera este “ballet-pantomímico” y que a la prensa francesa le pareció que la obra no acusaba un españolismo decorativo, sino innato. La música de L’amour sorcier le sonó a Jean Guadrey-Réty como poseedora de “una nostalgia, completamente envolvente y cautivadora”. Y, como la pieza de Manuel de Falla había sido tocada junto a La historia del soldado de Igor Stravinski, la modernidad de la música del español no pareció ni fuera de lugar ni mucho menos artificial. Por un momento, el romanticismo que había exaltado la autenticidad y originalidad de los distintos pueblos se daba la mano cordialmente con la música moderna, esa música que Ortega y Gasset bien definiría como “deshumanizante”. Desde luego, se trata de una contradicción. ¿Puede ser un compositor auténtico y moderno al mismo tiempo? Esa cuestión habrá de marcar la música de muchos compositores del siglo XX, particularmente aquellos que –como los españoles, como los americanos– buscaban triunfar en París, es decir, en una ciudad donde su carta de presentación habría de ser aquello que les hacía auténticos, exóticos y por tanto, originales a los ojos y oídos del público francés.
¿Cómo escuchar la música de El amor brujo? ¿Como un ejercicio de enaltecimiento y elaboración del cante flamenco? ¿Como un ballet moderno con acentos de Andalucía? En gran medida, la respuesta radica en cuál versión se escuche.
Entonces, ¿cómo escuchar la música de El amor brujo? ¿Como un ejercicio de enaltecimiento y elaboración del cante flamenco? ¿Como un ballet moderno con acentos de Andalucía? En gran medida, la respuesta radica en cuál versión se escuche. La original, con un pequeño ensamble y una cantaora o la parisina, con gran aparato orquestal y una mezzo-soprano que canta tras la escena. Y no se trata, únicamente, del mero capricho de elegir alguna versión, sino de entender que va en ello nuestra propia posición como escuchas. A quienes interese la autenticidad, a quienes conceden a la música popular un valor a priori o que busquen en Falla un compositor español, habrá de llamarles la versión primigenia; a quienes conciben a Falla como un compositor moderno, cosmopolita, como el gran compositor moderno de España, será la versión francesa la que más les atraiga. Es muy interesante observar que en esa dicotomía subyace la misma contradicción del compositor que lo quería todo: autenticidad, nacionalismo, modernidad, cosmopolitismo; triunfar en Madrid y en Sevilla, triunfar en París o en Boston, donde, por cierto, El amor brujo fue rápidamente tocado por la orquesta local dirigida por Serge Koussevitzky. En octubre de 1926, al escuchar la obra, el crítico del Boston Evening Transcript Henry Taylor Parker afirmó que lo español en Falla le era un misterio: “las cualidades intrínsecas y verdaderamente españolas en la música de Falla son para la mayoría de nosotros un libro cerrado”. ¿En verdad se puede ser tan insular?
Pero decir que un escucha puede seleccionar distintas versiones o inclinarse por una u otra, es tanto como invitar a la complacencia. Una pieza como El amor brujo exige un amplio ejercicio auditivo: es necesario escuchar varias versiones y jugar con ellas, es decir, escudriñarlas con distintos enfoques; escuchar la primera versión con alguna cantaora para apreciar la gitanería; luego escuchar la versión parisina para entender cómo es que Manuel de Falla quiso presentarse en el centro del mundo, alejado de su periferia madrileña. Y luego volver a escucharlas para el juego contrario: aprehender cómo, desde la primera versión, ya están ahí ciertos pasajes, ciertos elementos que habrán de convertirse en fuente de una escritura modernista; y cómo, en la versión francesa de 1925, a pesar de los cortes y cambios, el espíritu del flamenco se conserva como una esencia destilada pese a las ambiciones cosmopolitas; hay, además, que cerrar los ojos e imaginar a Antonia Mercé bailando aquello, y luego; si se quiere, comparar nuestra imaginaria coreografía con lo que hacen ahora alguna versiones modernas. Y hay que escuchar a la más exquisita soprano española –Victoria de los Ángeles– cantar la sofisticada versión parisina, para perder la fácil apuesta de que lo auténtico de alguna cantaora siempre será mejor. Falla nunca sonó con tal sutileza. Pero, en todo caso, el reto queda lanzado. Caleidoscópica, multifacética, la música de El amor brujo se antoja fuente inagotable: ¿podemos escucharla una vez más y hacer nuestras las críticas que se hicieron tanto en 1915 como en 1925 respecto a que, en ocasiones, la música no suena española sino “oriental”?
Caleidoscópica, multifacética, la música de El amor brujo se antoja fuente inagotable.
Con la reciente versión del Perspectives Ensamble dirigido por Ángel Gil-Ordóñez, este juego es posible. Con la voz de la cantaora Esperanza Fernández y la reconstrucción de la versión de 1915 realizada por Antonio Gallego, esta grabación nos acerca tanto como se puede al Madrid de 1915 y a la versión original de la gitanería. Años atrás, Esperanza Fernández grabó la pieza en su versión parisina (es decir, con orquesta), de modo que esta nueva grabación aporta un bienvenido elemento faltante al edificio de El amor brujo. Escuchar los diálogos con la inigualable dicción de Fernández, oír la parte vocal con su áspero timbre flamenco, permiten una nueva y renovada audición de esta pieza que resulta grata y sorprendente. Además, al escuchar la versión para ensamble, se revelan muchos de los finos detalles en la concepción original de Falla. En este sentido la grabación está impecablemente tocada, y debe aplaudirse, en particular, el desempeño del oboísta Kemp Jernigan y del pianista Blair McMillen. La impecable articulación del primero y el virtuoso desempeño del segundo son, por decirlo así, regalos adicionales de la grabación.
Pero volvamos a París. Hay una de aquellas ocasiones que no pueden perderse, de las que la vida regala una vez. El 25 de junio de 1923 se estrena en la residencia parisina de Winnaretta Singer, princesa de Polignac, El retablo de Maese Pedro. Se trata de una pieza única, de una ópera para marionetas o, todavía mejor, de una antiópera en la que todas las convenciones y elementos del género han sido trastocados. Para empezar, nada de sopranos y tenores enamorados, nada de arias y desplantes vocales. Lleva la mayor parte de la pieza un niño, Trujamán, al que Falla instruyó cantar como pregonero, es decir, sin grandes miramientos al bel canto. Los personajes son, de un lado, marionetas que actúan los amores de Gaiferos y Melisendra en Sansueña; del otro, solo tres cantantes –Don Quijote, Maese Pedro y Trujamán– y algunos actores en papeles no musicales que actúan el conocido episodio de Don Quijote: Sancho Panza, el posadero, un estudiante y un paje. En el estreno el mundo entero –es decir, el mundo parisino– se dio cita: Igor Stravinsky, Pablo Picasso, Paul Valery, Ricardo Viñes –el gran pianista catalán que manejó una de las marionetas–, Francis Poulenc, Emilio Pujol, Wanda Landowska –que tocó el clavecín– y otras celebridades más estuvieron ahí. Dirigida por Vladimir Golschmann2, la obra se convirtió rápidamente en un éxito internacional y tuvo famosas reposiciones en Venecia y en Amsterdam, donde su escenificación estuvo a cargo de Luis Buñuel.
Pero además de trastocar lo escénico y las convenciones de la ópera, Falla se ha trastocado a sí mismo. En la partitura de El retablo ya no aparecerá el compositor del alma andaluza; además, la escritura orquestal cede su lugar a un ensamble de cámara donde se incorporan algunos instrumentos antiguos, en particular un clavecín y un “arpa liuto”, que como indica su nombre, es un instrumento que combinó el arpa y el laúd. Se trata de un artefacto prácticamente en el olvido que suele reemplazarse por un arpa en interpretaciones contemporáneas, pero el interés de Falla por estos instrumentos es revelador y nos muestra cómo ha surgido en el compositor un interés declarado por la música antigua. Y eso es lo que se escucha a través de la obra: una reinterpretación de lo antiguo; una apropiación del espíritu de la música más temprana, que Falla ha incorporado en múltiples e imaginativas maneras: hay referencias a Francisco Guerrero, el famoso maestro de capilla hispalense; a Francisco de Salinas, el gran teórico musical español del siglo XVI y a compositores españoles renacentistas como Gaspar Sanz y Antonio de Cabezón o a los cancioneros populares españoles de Felipe Pedrell y de Dámaso Ledesma. La sinfonía inicial es un concerto grosso del siglo XVIII reinterpretado desde el XX.
Los músicos modernos, conscientes de la peligrosa reducción de hacer de la música una experiencia “personal”, encontraron en las músicas antiguas un fresco manantial de claridad, de experiencias musicales sin mediación.
Esa mirada puesta en el pasado no fue un arcaísmo, sino un símbolo de modernidad. Para depurar el arte de la excesiva subjetividad propia de los músicos románticos, los modernos echaron mano de diversas estrategias. Una, muy importante, fue el acto de voltear hacia un pasado más lejano y a encontrar, en las formas de la música antigua, una pureza y un filtro. “Estilizar” dijo José Ortega y Gasset, es “deshumanizar”, quitarle a la música el pesado fardo de lo subjetivo. Se trata, en efecto, de un peso tan grande, que todavía hoy prevalece entre muchas personas que piensan que la música es antes que arte, un artefacto catalizador de sentimientos, una experiencia mediada y filtrada por nuestras propias vivencias, por nuestra propia subjetividad. Los músicos modernos, conscientes de la peligrosa reducción de hacer de la música una experiencia “personal”, encontraron en las músicas antiguas un fresco manantial de claridad, de experiencias musicales sin mediación. A esa búsqueda, a ese mirar al pasado para traer al presente sus valores apolíneos –“llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala”, dice Maese–, se le denominó Neoclasicismo. Y El retablo de Maese Pedro es, precisamente, una de sus obras maestras.
¿Cómo escuchar El retablo? Las respuestas se derraman. Para empezar, por el simple gozo de oír a Cervantes. Luego, por el diáfano propósito de regalarnos con la música transparente que Falla escribió en esta pieza.
Volvemos entonces al juego: ¿cómo escuchar El retablo? Las respuestas se derraman. Para empezar, por el simple gozo de oír a Cervantes, para repetir por enésima vez aquello de “no te metas en contrapuntos, que se suelen quebrar de sotiles”. Luego, por el diáfano propósito de regalarnos con la música transparente que Falla escribió en esta pieza. Y, sin duda, también por el inevitable deleite de anticipar la furia final de Don Quijote: “–¡Deteneos, mal nacida canalla, no le sigáis ni persigáis; si no, conmigo sois en la batalla!–” y de recrear la hermosa destrucción del escenario, la muerte de aquellos títeres malignos que han exasperado a tan ilustre asistente a la función. Pero también porque esa música, puesta al servicio de tan fantástica historia, nos invita a creer en lo imposible, a imaginar un mundo de valores trastocados, a darnos cuenta de las ilusiones del espectáculo, y a infundirnos un soplo de inquebrantable esperanza. La música de Manuel de Falla es en esta pieza un verdadero remanso de felicidad, un pensil de diáfanas músicas, un antídoto eficaz frente al horror de cualquier mala música que, por alguna razón voluntaria o maléfica, nos haya caído encima. Entre las otras cosas en verdad harto buenas que indica el encabezado del capítulo XXVI del Ingenioso Hidalgo, la música extraordinaria del gran compositor español no es la menos .
Los sotiles detalles de la partitura de Manuel de Falla quedan muy bien tocados por los integrantes del Perspectives Ensamble. Desde la pompa de la sinfonía inicial hasta los dulces solos de violín precedidos del clave que se escuchan en medio de “Los Pirineos”, cada matiz de la partitura queda sensiblemente interpretado. Es una interpretación transparente y diáfana, como debe serlo. Por su parte, las voces solistas van alegres y regocijadas. Tal vez la voz de Jennifer Zetlan no siempre consigue la sonoridad de joven muchacho que Falla quiso para la pieza; lo que apenas puede ser un reclamo. Alfredo García como Don Quijote y Jorge Garza como el despojado Maese cantan con una clara dicción, aspecto tan necesario en este tipo de obras y que no siempre se puede oír. Como la pieza es una anti-ópera, no abundan los momentos donde las voces de los cantantes puedan lucir su potencial; aunque en la escena final el timbre de Garza le permite cantar bellamente sus parlamentos.
Melisendra y Gaiferos, alegres y regocijados, toman de París la vía. Con este disco, con esta música tan especial, podemos acompañarlos y regocijarnos en ello. En algún momento Maese responde a los reclamos de Don Quijote: “¿No se representan por ahí casi de ordinario mil comedias llenas de mil impropiedades y disparates, y se escuchan no sólo con aplauso, sino con admiración y todo?” Pareciera que lo dicho Maese Pedro tiene triste vigencia. Pero la música de Manuel de Falla –insistiré para terminar– es el antídoto perfecto para tales calamidades.
Manuel de Falla, El amor brujo (versión original de 1915) y El retablo de Maese Pedro. Esperanza Fernández, cantaora; Alfredo García, barítono; Jennifer Zetlan, soprano; Jorge Garza, tenor; Perspectives Ensamble, Angel Gil Ordóñez, director. Naxos, 8.573890, 2019.
1 Carol Hess, Sacred passions, the life and music of Manuel de Falla, Oxford, Editorial Universitaria de Oxford, 2005.
2 Vladimir Golschmann y no “Víctor” Golschmann, como afirman erróneamente las notas del disco reseñado.