Portada: Collage a partir del retrato de T. S. Eliot, fotografía de Cecil Beaton, julio de 1956. Galería Nacional del Retrato, Londres.
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Literatura

Una muchedumbre de voces en el páramo

Este octubre se cumplirán cien años de la publicación de uno de los poemas más importantes del siglo XX, La tierra baldía. El poeta David Huerta, cuya muerte reciente nos conmovió mientras concluíamos la presente edición, rinde homenaje a la mente de T. S. Eliot, reflexionando sobre las traducciones, la crítica, las referencias multidimensionales, las notas aclaratorias, la tradición clásica, popular y hasta oriental del paradigma de la poesía moderna en lengua inglesa, The Waste Land.


Por David Huerta
 

En el año 1915-1916 –a sus veintisiete de edad–, el poeta T. S. Eliot oscilaba al firmar su nombre entre tres posibilidades, por lo menos: T. Stearns Eliot, Thomas S. Eliot y Thomas Stearns Eliot. Así como bautizar gatos “es asunto difícil”, el nombre del poeta sufrió algunos percances e inconvenientes en los cuales quedaba desfigurado de distintos modos: J. S. Eliot (el autor de este error fue, nada menos, Ezra Pound, en 1915); T. R. Eliot (en la revista Poetry de Chicago, en 1916). En 1910, una publicación de Saint Louis donde nuestro poeta publicó una oda juvenil imprimió así el nombre del autor: Thomas Stearns Elliott, con grafía escocesa; en 1917, una publicación de Oxford lo imprimió de este modo: T. G. Eliot. Y mucho más tarde, en 1925, la revista The Criterion, dirigida por él mismo, dio a conocer un puñado de poemas con el crédito debido a “Thomas Eliot”. Todo ello sin considerar las formas afectuosas utilizadas por sus amigos para dirigirse a él, como Tom Eliot, sencilla y coloquialmente; sin olvidar, además, desde luego, el apodo Old Possum, es decir, en traducción al español: El Viejo Zarigüeya… o El Viejo Tlacuache (Didelphimorphia), como prefiere el poeta veracruzano José Luis Rivas. Hay un nombre recóndito, extraño, en un poema para niños: “Little Tom Pollicle”, con el cual el poeta designa su perro favorito, es decir: él mismo, pero animalizado –digamos, a la manera de Kafka–. En algún momento difícil de precisar, el nombre quedó fijado para la fama planetaria y para la posteridad: T. S. Eliot, a veces impreso sin espacios tipográficos entre las iniciales: T.S. Muchas veces aparece compacto, como un símbolo, y en letras versales o versalitas: TS. En español solemos decir Te Ese Eliot, desde luego; quienes afinan la pronunciación dicen Ti Es Eliot, autor de The Waste Land, título metamórfico también, en manos de sus diversos traductores al español, número considerablemente aumentado en 2022 a raíz del centenario del poema. No es infrecuente encontrar este título modificado con una falla: The wasteland o The Wasteland. Aquí llamaremos al poema con el título puesto por el profesor puertorriqueño Ángel Flores en 1930: La tierra baldía.

Ante Eliot, la pregunta de Julieta en el balcón (What’s in a name?) nos lleva, como puede verse, por caminos insólitos. El propugnador de la impersonalidad fue el poeta de los disfraces múltiples; como Federico Nietzsche, acaso pensaba en la profundidad de las máscaras y en los placeres de la invisibilidad, el pseudónimo y el anonimato[1]. Pero se convirtió en el prototipo, modelo o paradigma del poeta moderno en lengua inglesa, inmensamente conocido y reconocido, cuya influencia penetró en regiones distantes y de lenguas y literaturas alejadas –nunca demasiado– de la lengua inglesa. Su nombre, ya establecido y fijado inconfundiblemente, se volvió sinónimo de la civilización poética del siglo XX. T. S. Eliot, defensor acérrimo de la impersonalidad en la obra, terminó imponiendo su sello personalísimo en una multitud de fenómenos: las formas de leer, el trato con los textos antiguos, la revaloración de la cultura literaria europea, la idea y la práctica de la crítica, la libertad soberbia y la soltura para tratar pasajes de otros en sus propias creaciones, ya sea glosándolos o parafraseándolos, no siempre (casi nunca) señalando su origen o la autoría correspondiente.

En los años de entreguerras, Eliot se transformó en el maestro de la más refinada, radical, innovadora, tradicionalista, clasicista, rupturista poesía de su lengua y de sus tradiciones. Si alguien se desconcierta ante ese desfile de adjetivos contrariados, no conoce los poemas de Mr. Eliot.

Su nombre ha sido desde hace un siglo emblema o estandarte de incontables libertades conquistadas por los poetas modernos, en deuda permanente con este anglonorteamericano por sus contribuciones a abrir puertas y ventanas.

Su nombre se transformó en una divisa de la poesía anglosajona de nuestro tiempo y del llamado modern movement o modernism –sin relación alguna con el modernismo hispanoamericano–; su nombre ha sido desde hace un siglo emblema o estandarte de incontables libertades conquistadas por los poetas modernos, en deuda permanente con este anglonorteamericano por sus contribuciones a abrir puertas y ventanas. Ventanas y puertas abiertas a corrientes contrastantes del espíritu, soplos, brisas o vendavales de diferentes magnitudes e intensidades; destacan las siguientes: la soltura para moverse entre tradiciones diversas en el tiempo y en el espacio, la revaloración moderna del pasado clásico, los modos de ensamblar o editar un texto poético. Hay porciones significativas del exquisito y enérgico francés Paul Valéry (“héroe de la lucidez”: Borges) en Eliot; hay en Eliot vastos territorios de vanguardismo explorados por primera vez en sus poemas, gracias a su temeridad y su mente –una mente increíblemente original.

La tierra baldía es el poema donde todo eso y mucho más se ha depositado y sedimentado a lo largo de un siglo. Difícilmente podría encontrarse un autor o un poeta –o un artista plástico, con excepción, quizá, de Pablo Picasso– cuyo influjo haya sido tan penetrante y decisivo como el de Eliot y su poema de 1922.

Otro nombre podría ponerse al lado de Eliot, además de Picasso: el del músico ruso Ígor Stravinsky, cuya obra tuvo efectos semejantes en sus ámbitos. El gran ruso hizo una pieza funeraria dedicada a la memoria del poeta, de quien era amigo y con quien colaboró algunas veces, y recogió la tradición latina de la liturgia para bautizarla: Introitus. Es una pieza corta, impresionante por su gravedad.

En 1939, en la nota correspondiente a Eliot en The Queen’s Book of the Red Cross –antología de autores de lengua inglesa publicada con el fin de recaudar fondos de ayuda para el “esfuerzo de guerra”–, una nota anónima al frente de la selección de sus textos sintetizaba así la amplitud y la versatilidad de su obra:

La publicación de La tierra baldía del señor T. S. Eliot ha tenido el mismo efecto, impresionante y decisivo, en la poesía escrita en inglés, al conseguido por las Lyrical Ballads[2]. Su más reciente obra de teatro, Asesinato en la catedral, tuvo un impacto similar en el teatro. Recientemente, nos ha desconcertado y deleitado con una colección de poemas sobre gatos.

Novato en Oxford. T. S. Eliot –de pie, segundo a la izquierda de la segunda hilera– con sus compañeros del Merton College, Oxford, circa octubre de 1914. Fotografía de la Colección de Literatura Inglesa y Norteamericana de Henry W. y Albert A. Berg. Biblioteca Pública de Nueva York.

 

Algunos de los rasgos principales de Eliot están aquí: visionario de vena trágica, autor dramático y versificador de brillantísimas y memorables piezas ligeras para niños, todo eso está en este apunte sinóptico del libro para la Cruz Roja; pero faltan otras facetas: el editor disciplinado y generoso, el traductor entusiasta de Saint-John Perse, el portentoso crítico literario y teórico de la literatura.

The Waste Land se publicó por primera vez en Inglaterra en el número de octubre
de 1922 de The Criterion.
Fuente: Bonhams.

 

Todo esto comenzó, sin duda, con La tierra baldía en 1922 y con el poema de 1917 titulado “La canción de amor de J. Alfred Prufrock”, intenso y desolador monólogo de un antihéroe emparentado con los personajes de Kafka y con individuos laberínticos y melancólicos como Fernando Pessoa. Gracias a “Prufrock”, Ezra Pound se acercó a Eliot –en esos versos lo descubrió como poeta– y estableció con él una amistad legendaria. Su nuevo amigo lo ayudó constantemente –a veces con dinero prestado, nunca con el conocimiento de Eliot–. Sus trabajos en común alcanzaron su culminación con el severo, impresionante e inmisericorde trabajo de revisión, corrección, enmienda e incontables supresiones de La tierra baldía llevado a cabo por Pound. Fue este un lector feroz.[3]

El maquinuscrito original de The Waste Land, todavía con el título de He Do the Police in Different Voices, con las correcciones de Ezra Pound. Fotografía de la Colección de Literatura Inglesa y Norteamericana de Henry W. y Albert A. Berg. Biblioteca Pública de Nueva York.

De unos años a esta parte es posible asombrarse con ese documento extraordinario de la literatura moderna: el facsímil del original intervenido implacablemente por Pound. Debemos a la viuda de Eliot, Valerie, el rescate y la difusión del poema en estado embrionario, rasgado y tachonado in utero por su más intenso crítico práctico.

A la multiplicación de nombres corresponde una multiplicidad de voces: la de Prufrock, en primer lugar –y luego la de incontables personajes dramáticos en las obras para la escena–. La tierra baldía tiene también un sesgo coral, una dimensión escénica. El proscenio doble de la mente y el lenguaje sustituye en el poema el espacio paradigmático del teatro; allí resuenan los entrecortados parlamentos de tragedia mínimas o desgarradoras. Quizá por ello su título primitivo, extraído de Charles Dickens, era esta curiosa formulación: He Do the Police in Different Voices, expresión típica del inglés callejero de Londres.

La tierra baldía tiene también un sesgo coral, una dimensión escénica. El proscenio doble de la mente y el lenguaje sustituye en el poema el espacio paradigmático del teatro; allí resuenan los entrecortados parlamentos de tragedias mínimas o desgarradoras.

En 1922 el poema apareció tres veces. Lo conocemos con las notas acompañantes, sin las cuales nos resulta irreconocible. Hace cien años se dio a conocer sin las notas, en dos ocasiones, y una con las notas; de ellas, dos veces en los Estados Unidos y una en Inglaterra. Al año siguiente, el matrimonio inglés Woolf, Virginia y Leonard, lo publicó en sus ediciones casi domésticas: Hogarth Press, con algunos errores de bulto ya indicados por la crítica. Después, resulta imposible registrar la miríada de ediciones del poema en inglés y en decenas de idiomas a los cuales ha sido traducido con fortuna diversa, naturalmente; es un auténtico mar de textos a partir del solo poema de Eliot. Al español, ha sido traducido más de una veintena de veces, seguramente; el cálculo está basado en la cuidadosa pesquisa de Tedi López Mills publicada en 2018 en el Periódico de Poesía (UNAM), en la cual registraba dieciocho traslados a nuestro idioma. Es razonable pensar en más traducciones en el año del centenario (tengo noticia de dos versiones de 2022), ocasión ideal para recordar esta obra maestra.