En el año 1915-1916 –a sus veintisiete de edad–, el poeta T. S. Eliot oscilaba al firmar su nombre entre tres posibilidades, por lo menos: T. Stearns Eliot, Thomas S. Eliot y Thomas Stearns Eliot. Así como bautizar gatos “es asunto difícil”, el nombre del poeta sufrió algunos percances e inconvenientes en los cuales quedaba desfigurado de distintos modos: J. S. Eliot (el autor de este error fue, nada menos, Ezra Pound, en 1915); T. R. Eliot (en la revista Poetry de Chicago, en 1916). En 1910, una publicación de Saint Louis donde nuestro poeta publicó una oda juvenil imprimió así el nombre del autor: Thomas Stearns Elliott, con grafía escocesa; en 1917, una publicación de Oxford lo imprimió de este modo: T. G. Eliot. Y mucho más tarde, en 1925, la revista The Criterion, dirigida por él mismo, dio a conocer un puñado de poemas con el crédito debido a “Thomas Eliot”. Todo ello sin considerar las formas afectuosas utilizadas por sus amigos para dirigirse a él, como Tom Eliot, sencilla y coloquialmente; sin olvidar, además, desde luego, el apodo Old Possum, es decir, en traducción al español: El Viejo Zarigüeya… o El Viejo Tlacuache (Didelphimorphia), como prefiere el poeta veracruzano José Luis Rivas. Hay un nombre recóndito, extraño, en un poema para niños: “Little Tom Pollicle”, con el cual el poeta designa su perro favorito, es decir: él mismo, pero animalizado –digamos, a la manera de Kafka–. En algún momento difícil de precisar, el nombre quedó fijado para la fama planetaria y para la posteridad: T. S. Eliot, a veces impreso sin espacios tipográficos entre las iniciales: T.S. Muchas veces aparece compacto, como un símbolo, y en letras versales o versalitas: TS. En español solemos decir Te Ese Eliot, desde luego; quienes afinan la pronunciación dicen Ti Es Eliot, autor de The Waste Land, título metamórfico también, en manos de sus diversos traductores al español, número considerablemente aumentado en 2022 a raíz del centenario del poema. No es infrecuente encontrar este título modificado con una falla: The wasteland o The Wasteland. Aquí llamaremos al poema con el título puesto por el profesor puertorriqueño Ángel Flores en 1930: La tierra baldía.
Ante Eliot, la pregunta de Julieta en el balcón (What’s in a name?) nos lleva, como puede verse, por caminos insólitos. El propugnador de la impersonalidad fue el poeta de los disfraces múltiples; como Federico Nietzsche, acaso pensaba en la profundidad de las máscaras y en los placeres de la invisibilidad, el pseudónimo y el anonimato[1]. Pero se convirtió en el prototipo, modelo o paradigma del poeta moderno en lengua inglesa, inmensamente conocido y reconocido, cuya influencia penetró en regiones distantes y de lenguas y literaturas alejadas –nunca demasiado– de la lengua inglesa. Su nombre, ya establecido y fijado inconfundiblemente, se volvió sinónimo de la civilización poética del siglo XX. T. S. Eliot, defensor acérrimo de la impersonalidad en la obra, terminó imponiendo su sello personalísimo en una multitud de fenómenos: las formas de leer, el trato con los textos antiguos, la revaloración de la cultura literaria europea, la idea y la práctica de la crítica, la libertad soberbia y la soltura para tratar pasajes de otros en sus propias creaciones, ya sea glosándolos o parafraseándolos, no siempre (casi nunca) señalando su origen o la autoría correspondiente.
En los años de entreguerras, Eliot se transformó en el maestro de la más refinada, radical, innovadora, tradicionalista, clasicista, rupturista poesía de su lengua y de sus tradiciones. Si alguien se desconcierta ante ese desfile de adjetivos contrariados, no conoce los poemas de Mr. Eliot.
Su nombre ha sido desde hace un siglo emblema o estandarte de incontables libertades conquistadas por los poetas modernos, en deuda permanente con este anglonorteamericano por sus contribuciones a abrir puertas y ventanas.
Su nombre se transformó en una divisa de la poesía anglosajona de nuestro tiempo y del llamado modern movement o modernism –sin relación alguna con el modernismo hispanoamericano–; su nombre ha sido desde hace un siglo emblema o estandarte de incontables libertades conquistadas por los poetas modernos, en deuda permanente con este anglonorteamericano por sus contribuciones a abrir puertas y ventanas. Ventanas y puertas abiertas a corrientes contrastantes del espíritu, soplos, brisas o vendavales de diferentes magnitudes e intensidades; destacan las siguientes: la soltura para moverse entre tradiciones diversas en el tiempo y en el espacio, la revaloración moderna del pasado clásico, los modos de ensamblar o editar un texto poético. Hay porciones significativas del exquisito y enérgico francés Paul Valéry (“héroe de la lucidez”: Borges) en Eliot; hay en Eliot vastos territorios de vanguardismo explorados por primera vez en sus poemas, gracias a su temeridad y su mente –una mente increíblemente original.
La tierra baldía es el poema donde todo eso y mucho más se ha depositado y sedimentado a lo largo de un siglo. Difícilmente podría encontrarse un autor o un poeta –o un artista plástico, con excepción, quizá, de Pablo Picasso– cuyo influjo haya sido tan penetrante y decisivo como el de Eliot y su poema de 1922.
Otro nombre podría ponerse al lado de Eliot, además de Picasso: el del músico ruso Ígor Stravinsky, cuya obra tuvo efectos semejantes en sus ámbitos. El gran ruso hizo una pieza funeraria dedicada a la memoria del poeta, de quien era amigo y con quien colaboró algunas veces, y recogió la tradición latina de la liturgia para bautizarla: Introitus. Es una pieza corta, impresionante por su gravedad.
En 1939, en la nota correspondiente a Eliot en The Queen’s Book of the Red Cross –antología de autores de lengua inglesa publicada con el fin de recaudar fondos de ayuda para el “esfuerzo de guerra”–, una nota anónima al frente de la selección de sus textos sintetizaba así la amplitud y la versatilidad de su obra:
La publicación de La tierra baldía del señor T. S. Eliot ha tenido el mismo efecto, impresionante y decisivo, en la poesía escrita en inglés, al conseguido por las Lyrical Ballads[2]. Su más reciente obra de teatro, Asesinato en la catedral, tuvo un impacto similar en el teatro. Recientemente, nos ha desconcertado y deleitado con una colección de poemas sobre gatos.
Algunos de los rasgos principales de Eliot están aquí: visionario de vena trágica, autor dramático y versificador de brillantísimas y memorables piezas ligeras para niños, todo eso está en este apunte sinóptico del libro para la Cruz Roja; pero faltan otras facetas: el editor disciplinado y generoso, el traductor entusiasta de Saint-John Perse, el portentoso crítico literario y teórico de la literatura.
Todo esto comenzó, sin duda, con La tierra baldía en 1922 y con el poema de 1917 titulado “La canción de amor de J. Alfred Prufrock”, intenso y desolador monólogo de un antihéroe emparentado con los personajes de Kafka y con individuos laberínticos y melancólicos como Fernando Pessoa. Gracias a “Prufrock”, Ezra Pound se acercó a Eliot –en esos versos lo descubrió como poeta– y estableció con él una amistad legendaria. Su nuevo amigo lo ayudó constantemente –a veces con dinero prestado, nunca con el conocimiento de Eliot–. Sus trabajos en común alcanzaron su culminación con el severo, impresionante e inmisericorde trabajo de revisión, corrección, enmienda e incontables supresiones de La tierra baldía llevado a cabo por Pound. Fue este un lector feroz.[3]
De unos años a esta parte es posible asombrarse con ese documento extraordinario de la literatura moderna: el facsímil del original intervenido implacablemente por Pound. Debemos a la viuda de Eliot, Valerie, el rescate y la difusión del poema en estado embrionario, rasgado y tachonado in utero por su más intenso crítico práctico.
A la multiplicación de nombres corresponde una multiplicidad de voces: la de Prufrock, en primer lugar –y luego la de incontables personajes dramáticos en las obras para la escena–. La tierra baldía tiene también un sesgo coral, una dimensión escénica. El proscenio doble de la mente y el lenguaje sustituye en el poema el espacio paradigmático del teatro; allí resuenan los entrecortados parlamentos de tragedia mínimas o desgarradoras. Quizá por ello su título primitivo, extraído de Charles Dickens, era esta curiosa formulación: He Do the Police in Different Voices, expresión típica del inglés callejero de Londres.
La tierra baldía tiene también un sesgo coral, una dimensión escénica. El proscenio doble de la mente y el lenguaje sustituye en el poema el espacio paradigmático del teatro; allí resuenan los entrecortados parlamentos de tragedias mínimas o desgarradoras.
En 1922 el poema apareció tres veces. Lo conocemos con las notas acompañantes, sin las cuales nos resulta irreconocible. Hace cien años se dio a conocer sin las notas, en dos ocasiones, y una con las notas; de ellas, dos veces en los Estados Unidos y una en Inglaterra. Al año siguiente, el matrimonio inglés Woolf, Virginia y Leonard, lo publicó en sus ediciones casi domésticas: Hogarth Press, con algunos errores de bulto ya indicados por la crítica. Después, resulta imposible registrar la miríada de ediciones del poema en inglés y en decenas de idiomas a los cuales ha sido traducido con fortuna diversa, naturalmente; es un auténtico mar de textos a partir del solo poema de Eliot. Al español, ha sido traducido más de una veintena de veces, seguramente; el cálculo está basado en la cuidadosa pesquisa de Tedi López Mills publicada en 2018 en el Periódico de Poesía (UNAM), en la cual registraba dieciocho traslados a nuestro idioma. Es razonable pensar en más traducciones en el año del centenario (tengo noticia de dos versiones de 2022), ocasión ideal para recordar esta obra maestra.
El poeta irlandés Seamus Heaney describía muy bien la situación de Eliot como poeta famoso, admirado, insaciablemente leído; era (y es) una situación peculiar: Heaney veía en Eliot al poeta siempre acompañado por la crítica y las explicaciones. Una situación –en la orilla hispánica del mundo– similar a la de algunos poetas de los Siglos de Oro: Garcilaso de la Vega, San Juan de la Cruz, Francisco de Quevedo, Luis de Góngora, sor Juana Inés de la Cruz, aun el diáfano y sencillo Lope de Vega, y desde luego Calderón de la Barca. La crítica y su séquito de textos aclaradores, casi siempre compuestos con un sesgo pedagógico.
Crítica, explicaciones: el primer momento de este fenómeno es responsabilidad exclusiva del propio T. S. Eliot: añadió las notas para la edición del poema en libro en los Estados Unidos para “abultar” las páginas ocupadas por los 435 versos, apenas suficientes para un chapbook o booklet, un cuadernillo sin mucha presencia editorial. Esas notas han desencadenado una avalancha de otras notas, a veces explicativas o exegéticas acerca de las originales de 1922.
El crítico Frank Kermode y los editores modernos de Eliot, Christopher Ricks y Jim McCue, han incurrido en soberbias anotaciones, algunas de las cuales llegan al pormenor milimétrico, al detalle más recóndito de la erudición literaria, biográfica e histórica. Ciertos lectores las agradecemos; otros no: las rechazan, no se sabe si impacientes o indignados por la intromisión de personas ajenas a la autoría original. Todavía recuerdo una de estas santas indignaciones contra las explicaciones, críticas y aclaraciones de la poesía de Góngora: como si dijeran “¡no se metan entre el genio y yo!”, cuando la verdad, por lo menos entre los lectores de a pie, es muy diferente: agradecemos esas intervenciones, pues suelen ser útiles, ensanchan la experiencia poética, documentan mil ángulos en penumbra, echan una luz a veces poderosa sobre oscuridades insalvables y, en fin, acompañan leal y sobriamente una obra admirada. Existe con todo ello un peligro evidente; alguna vez me lo señaló Gerardo Deniz[4]: las notas, explicaciones, textos críticos pueden distraernos para siempre de la obra misma, punto de partida original de nuestra atención de lectores. A Deniz no parecía importarle mucho esa literatura ancilar o crítica por la más impresionante de las razones: ya los poemas, cuidadosamente memorizados, no le hacían falta ante los ojos lectores, de ahí la curiosidad constante por los comentarios, exégesis y descubrimientos en torno a la poesía y los poemas.
El interés de Eliot por la cultura antigua puede parecer un rasgo de conservadurismo literario o de sometimiento a las inercias culturales predominantes. No lo es en modo alguno. En primer lugar, por esta razón contundente: en los clásicos bebió desde muy joven las aguas nutricias sin las cuales su poesía, tan renovadora, tan profundamente revolucionaria, no hubiera sido posible. En segundo lugar, por la manera de seguir la divisa acuñada por Ezra Pound: Make it New. En esas tres palabras está cifrada una vertiente extraordinaria del modern movement: explicaría la elección de Homero en James Joyce –en la primera mitad del siglo XX– y en Derek Walcott, en la segunda mitad[5]; la revaloración de algunas tradiciones, como la provenzal, y el acercamiento, de raíz romántica y madurada en follajes distantes del Romanticismo, a las culturas orientales: la pasión intelectual y aun espiritual de Eliot por los Upanishads, fuente principal de la quinta parte del poema de 1922 (“What the Thunder Said”), así como por el budismo; la extravagante sinología de Ezra Pound, tan irritante para los estudiosos occidentales de China, pero motivo de admiración de algunos lectores chinos.
En los clásicos bebió desde muy joven las aguas nutricias sin las cuales su poesía, tan renovadora, tan profundamente revolucionaria, no hubiera sido posible.
La tierra baldía tiene 434 versos dispuestos en cinco secciones de extensión desigual: “El entierro de los muertos”, “Una partida de ajedrez”, “Muerte por agua” y “Lo que dijo el trueno”. Las voces diferentes del dickensiano título original son de mujeres, hombres y un ser ambiguo, poseedor de los dos sexos: el vidente Tiresias, cuya historia fue contada por Ovidio en las Metamorfosis, de donde la tomó Eliot. Este hace una afirmación sorprendente en las notas: “What Tiresias sees, in fact, is the substance of the poem”.
La gran variedad de tonos, tesituras y estilos es una de las riquezas de La tierra baldía y también el principal escollo para los lectores. No es un poema fácil, pero su lectura repetida ofrece recompensas extraordinarias.
Los tonos, tesituras y estilos son de una gran variedad, del discurso elevado de aliento bíblico al inglés coloquial de los tempranos años veinte, pasando por un mosaico aparentemente inestable de citas en diversas lenguas (italiano, inglés isabelino, francés, latín, sánscrito). Esa variedad es una de las riquezas del poema y también el principal escollo para los lectores, el punto de partida de sus dificultades de lectura. La tierra baldía no es un poema fácil, pero su lectura repetida ofrece recompensas extraordinarias; lo mismo puede decirse de las Soledades gongorinas y de la Commedia dantesca.
Eliot comienza sus notas de 1922 con una noticia sobre la fuente principal del poema, según él mismo confesaba: el libro de la antropóloga Jessie L. Weston sobre la busca del Santo Grial, From Ritual to Romance; de inmediato menciona otra obra del mismo territorio: La rama dorada de James George Frazer. Cualquiera diría: “No es posible dudar de la verdad de esa noticia, pues el autor mismo la proporciona”. De acuerdo, en principio; sin embargo, el asunto se complica. Más de un crítico ha señalado la posible intención desencaminadora, irónica o sarcástica, del poeta ante el destino académico de su poema; como si hubiera dicho “voy a desorientarlos, a confundirlos con señales eruditas”. La tierra baldía es sin duda el conjunto de versos más comentado del siglo XX y de buena parte del XXI. Falta saber si esos comentarios han seguido pistas falsas “plantadas” por el autor mismo.
La tierra baldía es sin duda el conjunto de versos más comentado del siglo X X y de buena parte del XXI. Falta saber si esos comentarios han seguido pistas falsas “plantadas” por el autor mismo.
Una vez identificadas, las citas de diversos orígenes despliegan la multidimensionalidad del poema, cuyo fundamento es la inmensa cultura de Eliot, el espectáculo de sus abundantes lecturas y de su manera de incorporarlas en su mente creadora y de utilizarlas en los versos. Un ejemplo es su libertad absoluta y provocativa al tomar un largo pasaje de Shakespeare e injertarlo, reescrito y asimilado; puede leerse en el comienzo de la sección “Una partida de ajedrez”: una vez asentada la temperatura shakespeariana, Eliot procede a disgregar el efecto y a llevar el poema por otros rumbos, totalmente ajenos a la cultura isabelina. Lo hace continuamente, en ocasiones de modo abrupto.
El otro gran poema de Eliot, los Cuatro cuartetos, fue escrito en medio de una atmósfera musical: el poeta refiere su escucha obsesiva de los cuartetos de Beethoven mientras lo componía. No tengo idea de la música de fondo de La tierra baldía; pero me inclino a pensar y sentir el genio de Ígor Stravinski en el sistema general de las sensaciones buscadas por Eliot con sus versos. Mencioné ya el Introitus stravinskiano en memoria de T. S. Eliot y en abierto homenaje a su obra y a su figura.
La cruel fecundidad del mes de abril, mezcla de podredumbre y materiales genésicos, es la primera nota de esta sinfonía poética. April is the cruellest month… Hoy es posible escuchar esta obra extraordinaria en diferentes voces: Fiona Shaw, Alec Guinness, Viggo Mortensen, Ted Hughes, Jeremy Irons, Eileen Atkins, Michael Gough, Edward Fox y el propio T. S. Eliot, quien lo grabó dos veces.
Los libros sobre Eliot en lengua inglesa suman varias decenas o quizá cientos de títulos; sin contar, por supuesto, artículos, monografías, tesis, encuestas, reseñas.
En cuanto a la presencia de Eliot en México, apenas habría necesidad de agregar algunas curiosidades al ensayo noticioso de Álvaro Ruiz Rodilla publicado en la revista Nexos en abril de 2022 (número 532). El libro académico de la profesora María Enriqueta González Padilla, de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, titulado Poesía y teatro de T. S. Eliot (UNAM), está lleno de información sustanciosa y es una herramienta fundamental para los estudiantes de letras inglesas y para cualquier curioso o interesado en la obra y la figura de Eliot.
Dos libros publicados por el Fondo de Cultura Económica son ampliamente recomendables: El joven T. S. Eliot de Lyndall Gordon (traducido por Jorge Aguilar Mora para la benemérita colección de los Breviarios); el volumen sencillamente titulado T. S. Eliot del formidable polígrafo inglés Peter Ackroyd, (libro traducido por Tedi López Mills e incluido en la serie de Lengua y Estudios Literarios, colección en peligro de desaparecer en cualquier momento).
Los libros sobre Eliot en lengua inglesa suman varias decenas o quizá cientos de títulos; sin contar, por supuesto, artículos, monografías, tesis, encuestas, reseñas.
En 1972, en las páginas de su primer libro de poesía, un joven mexicano publicó un poema dedicado a la memoria de Eliot, titulado “El Santuario”. Es una pieza corta, sobre todo comparada con su motivo de inspiración: La tierra baldía; una tentativa acaso ingenua de imitar y homenajear a un poeta magistral, verdaderamente deslumbrante; muestra con claridad la pasión desbordante, desatada en la convulsa década de los años sesenta, por la lectura de La tierra baldía. “El Santuario” es una especie de pastiche de algunos temas del poema de 1922: la inestabilidad conflictiva y destructiva de una pareja, las desolaciones del paisaje urbano, los desgarros de la mente, los amagos de la locura. Puedo hablar de ello por una razón meridiana: yo soy el autor de ese poema de hace medio siglo.
Al cierre editorial de este número de Liber, nos enteramos con profunda tristeza del fallecimiento de David Huerta, acaecido el pasado 3 de octubre. Lamentamos su temprana partida y manifestamos nuestras condolencias a su viuda, la escritora Verónica Murguía, así como a su familia. En un número próximo ofreceremos un homenaje al gran poeta mexicano, amigo de esta casa editorial.
[1] El tema de la impersonalidad fue abordado en el conocido ensayo de Eliot “La tradición y el talento individual”:
Lo que sucede es una rendición continua de sí mismo, tal y como es en ese momento, a algo mucho más valioso. El progreso de un artista es un continuo autosacrificio, una continua extinción de la personalidad.
[2] Obra conjunta (1798) de los poetas románticos ingleses Samuel Taylor Coleridge y William Wordsworth.
[3] En mi experiencia como lector, solamente puedo comparar esas anotaciones y observaciones en el original de Eliot con la crítica de Pedro de Valencia, en el siglo XVII español, a las Soledades gongorinas.
[4] Deniz fue un lector asiduo de Eliot, de quien adoptó la costumbre de omitir el nombre del autor en algunos epígrafes. Costumbre irritante para ciertos lectores, pica –saludablemente, me parece– la curiosidad de otros.
[5] Me refiero, naturalmente, a la novela Ulysses, también publicada en 1922, y al poema Omeros, del año 1990, traducido al español por el poeta José Luis Rivas.