George Steiner, óleo de Christopher Mark Le Brun, 1999–2000, Galería Nacional del Retrato, Londres.
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Entre música y barbarie

El poeta, ensayista y traductor José Manuel Recillas dirige una carta al filósofo y crítico de la cultura George Steiner a propósito del libro Necesidad de música, cuya compilación se debe al poeta, traductor y distinguido esteineriano Rafael Vargas. Esta epístola reflexiona sobre la necesidad espiritual de la música, así como sobre la necesidad de las palabras para expresar la superioridad e intemporalidad de esta, a pesar de que siempre, o casi siempre, la crítica sea un “parloteo”.


Por José Manuel Recillas

Estimado maestro George Steiner:

Me tomo el atrevimiento de dirigirme a usted para compartir los parabienes que un nuevo libro suyo trae siempre consigo. Más aún cuando este nuevo volumen aborda una pasión compartida: la música. Que tengamos finalmente estas palabras suyas debería ser motivo de celebración para nuestro mundo ilustrado, tan ajeno a los valores encarnados por usted y su pensamiento. Este nuevo libro muestra cuán radicalmente solo se está cuando lo que se postula y defiende son los más elevados valores conocidos y elaborados por el hombre, y cuán ajeno es el mundo actual a ellos. Hago hincapié en el subjuntivo, debería ser, porque, como usted lo sabe tan bien como yo, aunque el libro tiene sus palabras, lleva su nombre en la portada, y su fotografía en la solapa, no es un libro hecho, planeado, pensado por usted. Es más el fruto de esa manía de nuestra era, tan banal y superficial, tan ajena al mundo que usted y su pensamiento representan, de querer saberlo todo sin realmente entender, de hurgar hasta en el más mínimo papel y documento para fingir que se sabe, cuando el saber está en otra parte. ¿No hacen lo mismo todo el tiempo los paparazis con actores y artistas pop de toda laña, no lo hace la corrección política, no lo hacen los fans al querer tener todos los discos, todas las fotos, todos los bootlegs del artista de su preferencia? Eso me parece que es lo que tenemos en Necesidad de música (Grano de Sal, 2019), el título que el traductor y compilador, Rafael Vargas, un connotado steineriano mexicano, eligió para encabezar esta reunión de palabras suyas, que en su subtítulo pretende aclararlo todo: Artículos, reseñas, conferencias. En tal sentido, este no es el gran libro sobre la música que muchos hubiéramos esperado. O, parafraseando al clásico, su palabra final al respecto.

Fruto de esa manía de nuestra era, tan banal y superficial, tan ajena al mundo que usted y su pensamiento representan, de querer saberlo todo sin realmente entender, de hurgar hasta en el más mínimo papel y documento para fingir que se sabe, cuando el saber está en otra parte.

 

Necesidad de música de George Steiner, publicado por Grano de Sal.
Arnold Schönberg, a quien George Steiner dedica un ensayo, además de compositor revolucionario, fue un dotado artista visual. Autorretato en azul de Arnold Schönberg, pintura, 1910, Arnold Schönberg Center, Viena. (Fuente: Wikipedia).

Dado que el libro es fruto de artículos, sería vano pedirle unidad. Pero aquí el problema es que ni la compilación ni el ordenamiento de los textos corrió a cargo suyo. En realidad, uno siente como si fuera uno de esos libros póstumos frente al cual todo mundo se disculpa por haberlo dado a la imprenta, y al final lo que tenemos del autor es más bien una imagen difuminada de algo que tiene o pudo tener más razones para quedarse en el cajón de los recuerdos que en el de un editor. Es un hecho que muchas veces, incluso estando vivo el autor, las decisiones del editor son abiertamente arbitrarias y cuestionables. Sólo para citar su propio caso en nuestra lengua, el editor barcelonés de Language e silence [sic] decidió eliminar tres ensayos, uno de los cuales es “Schoenberg’s Moses and Aaron, A kind of survivor, Poscript”, con la torpe excusa de tratarse “de estudios sobre autores y obras de muy específico interés en el centro y norte de Europa y poco afines a nuestra tradicinó [sic] cultural”. Por su parte, el traductor y compilador de Necesidad de música no nos informa qué diferencias hay entre el texto aquí incluido y el excluido de la edición española, dejando al lector en las tinieblas, exactamente como lo hizo el editor español al decidir por sus lectores qué temas son relevantes para una tradición cultural, como si usted mismo, o Harold Bloom, no se hubiesen cansado de señalar que la nuestra es la tradición occidental.

Asumo, querido maestro, que Rafael Vargas, su cuidadoso traductor en este caso, podría hacer suyas las palabras que usted cita de Edison Denísov para justificar su orquestación, es decir su edición, de Rodrigue et Chimène: “Trabajé como si su música fuera mía, sin inventar nada y sin ‘modernizar’ a Debussy. Siempre busqué la lógica de lo que ya había sido escrito”. Sus propias objeciones, o dudas, hacia el trabajo de Denísov, podrían dirigirse a esta edición de un libro inexistente en inglés, y que lo convierte en un objeto de la misma dudosa necesidad que la versión orquestada de una ópera del todo insatisfactoria para el propio Debussy.

Al leer los diversos textos sobre música que este libro contiene, uno se percata de que su melomanía, querido maestro, no es un asunto epidérmico, por así decirlo, sino fruto de una auténtica necesidad espiritual, y que la elección del título por parte del traductor es una decisión afortunada. Infortunadamente, al final uno se percata, también, que era innecesario hacer el ingente trabajo de compilar artículos de muy diversa e irregular manufactura y proveniencia para armar el volumen. La posibilidad de que en un futuro haya una compilación que reuniera absolutamente todos los textos que usted haya escrito no lo haría mejor, salvo que el lector fuera una especie de groupie o fan deseoso de tenerlo todo, sin importar si es o no relevante.

Es peculiar observar cómo ese ‘arte superior’ sigue necesitando de tantas palabras para poder demostrar esa supuesta superioridad sobre el resto de las artes.

Es importante recordar que usted afirma, algo reconocido por quienes hacemos esa labor subsidiaria: “Hablar de música es, casi invariablemente, parlotear de manera más o menos elocuentemente”. Robert Schumann exilia a la crítica no especializada, como Platón cuando expulsa a los poetas de su república ideal, al fundar en 1834 el Neue Leipziger Zeitschrift für Musik, tal como harán Gustave Flaubert y Charles Baudelaire al desautorizar la crítica periodística y de salones, pocos años después que Schumann. Empero, es peculiar observar cómo ese ‘arte superior’, fruto de la pura voluntad, como lo consideraba Schopenhauer, sigue necesitando de tantas palabras para poder demostrar esa supuesta superioridad sobre el resto de las artes. Y en todo caso, siguiendo sus palabras, hay de parloteos a parloteos.

Por su misma naturaleza, la mayoría de las reseñas incursionan en un territorio sobre el cual alguna vez, a principios de los noventa, usted mismo nos advirtió, en un ensayo publicado en Casa del tiempo, una revista universitaria muy prestigiosa en nuestro país: el peligro o la maldición de la literatura secundaria. Es cierto que una reseña tiene una función específica: alertarnos sobre la aparición de un libro. Es decir, es un ejercicio meramente informativo. Siguiendo su advertencia de hace casi tres décadas, ¿qué sentido tiene hablar o discutir de ellas si lo relevante es el libro que les dio origen? Sería empezar a discutir los pies de página, las referencias hechas por un tercero, en vez de ir a la fuente. Y en su mayoría, los libros que reseña son también subsidiarios, un género derivativo en sí mismo: la biografía.

Para el lector mexicano sin duda son de gran ayuda y guían sus palabras, y en ese sentido la dedicación de su traductor y compilador Rafael Vargas es invaluable y nuestra deuda con él es, como con usted, querido maestro, impagable. Sin embargo, al ser notas informativas hechas por un gran lector, no por ello dejan de ser apenas un esbozo, un apunte de algo que pudo haber sido más importante. Que la única reseña sobre una obra instrumental sea la más breve me da pie para recordar aquí lo que alguna vez dijo Gottfried Benn respecto de los narradores y su relación con la poesía, a saber: ellos necesitan de la palabra y desconfían de la magia y la pureza de la poesía, de la palabra poética en sí misma. Que prácticamente todo el libro esté centrado en biografías o en historias, en argumentos de óperas, confirma, me parece, a plenitud la observación del poeta alemán, pues después de todo lo que hace un crítico es bordar sobre algo ya existente, en vez de crear directamente algo. Eso lo sabemos usted y yo, y lo sabe su traductor. No es un reproche, sino una observación para explicar esa ausencia de reflexión sobre música meramente instrumental. Discutir sobre la pertinencia de sus observaciones en la sección de reseñas es un poco, o un mucho, según se quiera ver, entrar en ese territorio lleno de cardos de la literatura secundaria.

George Steiner, fotografía de Carles Capdevila.

Por supuesto, es necesario señalar que si bien estas reseñas son textos absolutamente subsidiarios, no todo es reprochable. Le permiten al traductor, entre otras cosas, avisarnos de sus traducciones o ausencia de, y de obras relacionadas con aquellas comentadas por usted. Se trata de una amable información adicional a la proporcionada por usted mismo, y en tal sentido no puede uno más que agradecer la labor del traductor y del editor. No sé qué tan útil sea la lista de reproducción en una plataforma como Spotify que el editor ha hecho para el lector curioso, y en particular para alguien como yo que prefiero directamente los discos en su versión física que algo virtual, pero supongo habrá lectores que la seguirán. Lo que sí puedo señalar es que no todas las notas del traductor tienen la misma valía, y algunas son innecesarias, como la relacionada con los salones del siglo xix, o la referente a la entrada “Música en la novela” del Diccionario enciclopédico de la música, cuya mención sólo me sirve para señalar que mi nombre aparece en el equipo que cuidó la edición en español del 2009, pero cuya mención es innecesaria. En cambio, en su afán de claridad hacia sus lectores, querido maestro, el traductor deja de incluir una nota aclaradora a su frase final sobre Lévy-Strauss y su guiño a la ópera de Jean-Philippe Rameau, por ejemplo. Claro, eso no es responsabilidad suya, pero lo señalo como una observación que hace patente la irregularidad de ciertos aspectos de esta edición. Otra sería la peculiar y extraña forma de numerar las notas, que termina por hacer que uno deje de prestarles atención. Son decisiones editoriales que, al menos en mi caso, terminan por distraer cada vez que me topo no con un número, sino con un símbolo extraño, como si alguien ya hubiera leído el libro antes que yo y hubiera dejado sus extrañas y particulares formas de marcar el texto.

Uno de los textos menos logrados en el libro, es el que sirve de división entre la primera y tercera sección del libro, “Solo a tres voces”, un texto que remite a Novalis y su Heinrich von Ofterdingen, y el cual fue evidentemente retrabajado e insertado en su indispensable Gramáticas de la creación (2001), en donde la argumentación de los tres ‘personajes’ halla un marco mucho más sólido y mejor desarrollado. Y de nuevo, faltaría la nota del traductor señalando este aspecto.

William Kentridge, artista y director de escena, puso en escena con la Ópera Nacional Inglesa Lulu de Alban Berg en 2015. Aquí uno de los dibujos.

En mi opinión, la primera sección contiene los dos mejores textos, y el más lamentable. En general, confirma la observación de Gottfried Benn ya mencionada. No parece casual que los dos mejores textos aparezcan uno detrás del otro, y correspondan a reflexiones sobre la Segunda Escuela de Viena. Son sus textos sobre Moses und Aaron de Schönberg y Lulu de Alban Berg. Reflexiones notabilísimas que ensombrecen el nivel claramente derivativo y menor de la mayoría de sus compañeros. El análisis de la ópera de Schönberg, la cual le sirvió a Thomas Mann para describir en detalle la obra postrera de Adrian Leverkühn en Doktor Faustus, es especialmente un ejemplo de la capacidad analítica por la cual le valoramos tanto.

Y por supuesto, querido maestro, el más vergonzoso de los textos reproducidos es su breve diatriba con el gerente del Museo Metropolitano de Nueva York, un episodio que muy seguramente usted preferiría olvidar, y que en este breve texto muestra un lado suyo que preferiría no haber visto, discutiendo necedades con un enano. Algo en lo que creo todos nos hemos visto envueltos más de una vez, y que por lo menos nos muestra en nuestro momento menos brillante. Creo que dicho texto era del todo innecesario, y estoy seguro que estará de acuerdo conmigo, si recuerda ese episodio. No es necesario ver a nuestros héroes culturales en cuatro patas y en pantaloncillos para saber que son humanos y pueden tropezar como todos los demás.

Aunque uno no debe nunca dirigir su atención sino a lo que algo es, y no a lo que no es, en este caso creo conveniente hacerlo, así sea por mor de precisión. Me llama la atención la nula atención a grabaciones, a figuras de la música de las que pudo haber hablado pero no lo hizo. Pese a no referirse al asunto, me resulta claro su desconfianza hacia la llamada escuela historicista, desechada con una frase casi al desgaire, e indigna de su inteligencia. Habría sido interesante saber su opinión al respecto, pues no tengo la menor duda de que es un asunto de enorme relevancia, aunque no lo parezca. Tiene que ver con nuestra percepción de la música y las diferencias con las generaciones precedentes. Es algo que debería interesarle sobremanera pues se trata, ni más ni menos, de hermenéutica práctica, y sin embargo ni siquiera aborda el asunto.

Cuando usted plantea la pregunta sobre si la música puede o no decir sí o no, plantea un asunto importantísimo, y que va más allá de lo que parece. No sé hasta qué punto el libro de Esteban Buch, La novena de Beethoven. Historia política del himno europeo (2001) ayude a responder, parcialmente, esa cuestión. En todo caso, su pregunta, si la entiendo en todas sus implicaciones, tiene que ver con el porqué el hombre de letras suele cuestionar asuntos distintos a los del músico. No es un asunto menor. Nikolaus Harnoncourt, quien comparte con nosotros su desazón por el ruido a que las nuevas generaciones son sometidas, afirma que “el Arte con mayúscula es intemporal” y que “lo que tiene que decirnos el Arte con mayúscula apenas ha cambiado”. Si aceptamos esa afirmación demasiado general, tendríamos la obligación de responderla, y eso significaría remitirnos a la enorme actualidad de la música de Beethoven, Bach, Brahms, Mozart, Haydn, y qué nos dice. Harnoncourt ha dicho también que “desde el momento en que alguien dice que la música es un lenguaje, está afirmando que la música habla de algo, tiene un contenido”. Las observaciones del vienés son muy ilustrativas y podrían responder algunas de esas preguntas, o al menos enriquecer el debate. Allí es donde la escuela historicista, que cambió el paradigma interpretativo de las sinfonías de Beethoven, por mencionar sólo un ejemplo, nos obligaría a responder esas preguntas.

Y si la música no puede decir ni sí ni no; si no puede oponerse al uso y abuso a lo que es sometida, como lo muestra el documental de 1969 de Mauricio Kagel, Ludwig Van; eso se debe a su misma naturaleza: no permite el diálogo ni la cita, sólo el ditirambo o la diatriba, el aplauso o el abucheo. Siendo el arte más autónomo con respecto al hombre, y superior al resto de las artes por ser fruto de la pura voluntad, según Schopenhauer, es también el más infantil, el que menos permite el diálogo, el más tiránico al mismo tiempo, aquel al que con más facilidad se rinde el individuo. El músico en general suele ser un individuo con la piel muy delgada, con reacciones infantiles muchas veces.

Nikolaus Harnoncourt, quien comparte con nosotros su desazón por el ruido al que las nuevas generaciones son sometidas, afirma que “el Arte con mayúscula es intemporal” y que “lo que tiene que decirnos el Arte con mayúscula apenas ha cambiado”.

En todo caso, para concluir mi misiva, algunas de esas preguntas trataré de responderlas en el futuro, a mi manera, y dedicarle el fruto de ese trabajo a la amistad que nos une desde hace más de tres décadas, aunque nunca nos hayamos sentado a una mesa a conversar. Quisiera sólo agregar que el resultado final de este trabajo es el de un libro desequilibrado, incluso con textos indignos de usted, que al ser rescatados como si fueran oro sólo por el hecho de llevar su nombre, en vez de ser el fruto de una contingencia, ofrecen una imagen distorsionada de quien los escribió. No piense, querido maestro, que deba usted sentirse compelido a reprochar el trabajo del traductor, Rafael Vargas, en la compilación de sus artículos sobre música. Todo lo contrario. Pocas veces la pasión de un traductor puede verse recompensada al quedar su nombre vinculado, marmóreamente, al del autor traducido. El de Vargas con usted es uno de esos ejemplos, y eso ya es motivo suficiente para celebrar la aparición de este volumen.



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