Como consta en la mayoría de los muy numerosos libros que ha venido publicando desde hace ya más de cincuenta años, Pascal Quignard nació en una pequeña ciudad de Normandía, Verneuil-sur-Avre, en 1948. Desde la infancia, la pertenencia de su línea materna a un linaje de gramáticos y de la paterna a uno de organistas le fue trazando un destino determinado por una doble vocación literaria y musical. Ávido lector y muy pronto escritor, latinista y helenista, además de gran conocedor de la lengua francesa, P. Q. también cultiva el estudio de la música a través del aprendizaje del piano, del órgano, de los instrumentos de cuerda frotada, violín, viola y violonchelo, reservándose el ejercicio de la música al ámbito privado, mientras despunta y se reafirma una práctica literaria que se mantendrá de manera ininterrumpida desde los años 70 hasta la fecha, mediante la publicación regular de sus muchas producciones: novelas, relatos y ensayos, de dimensiones, temáticas y estilos regidos por unas pocas obsesiones, repetidas a lo largo de las más variadas elaboraciones. El deseo y el amor, la pérdida y el olvido, la finitud y el arte, la música y las lenguas, son algunos de los polos disyuntivos entre los cuales se despliegan tanto visiones como reflexiones.
Antes de llegar a ser considerado como una voz de una incuestionable originalidad, Quignard emprendió en los años setenta, aún dominados en Francia por las últimas secuelas del nouveau roman y por avatares estructuralistas de todo tipo, una obra cuya primera apariencia es la de un exacerbado anacronismo, tanto temático como estilístico. Traduce del griego, con una contundente libertad, la Alejandra de Licofrón, edita la obra poética de Maurice Scève y escribe un libro acerca de este oscuro y olvidado poeta del siglo de Ronsard y Du Bellay, La parole de la Délie. Estos trabajos, además de unas cuantas plaquettes y un libro acerca del poeta y ensayista Michel Deguy, dan cuenta de la imagen que podía arrojar un hijo predilecto de los medios editoriales (lector en Gallimard, muy cercano al Mercure de France) entregado a desconcertantes excesos de erudición y culteranismo. Nadie hubiera podido pensar en ese momento que se estaba gestando una vastísima obra que iría reivindicando, casi punto por punto, cada una de las obsesiones que esos primeros libros ya anunciaban.
Sin duda, a mediados de los años noventa, el éxito editorial que representó la publicación de su novela Tous les matins du monde (Todas las mañanas del mundo, de la cual hablaré más adelante) y, sobre todo, su realización cinematográfica, significaron un hito en la apreciación que de su obra se tenía, aunque su extraña temática, el amor por una sensibilidad sin rodeos y la conmovedora apreciación de la música que en esta obra se hacen manifiestas, ya estuvieran presentes en sus trabajos anteriores. Estos y otros temas van consolidándose en su producción ulterior, con una madurez y una contundencia que desarman los juicios que restringían su obra al deleite de unos cuantos cenáculos decadentes. La razón es que P. Q. nunca ha dejado de ser fiel a sus obsesiones: sólo requería el tiempo necesario para imponerlas de modo contundente. Se fue haciendo cada vez más evidente la cercanía que lo liga íntimamente con las figuras aisladas y en ese momento casi fantasmales que lo tutelan: Georges Bataille, Pierre Klossowski, Louis-René Des Forêts, Maurice Blanchot, André du Bouchet, entre otros, para limitarme a la herencia francesa del siglo XX. Todos estos personajes, que coexistieron en el tiempo y de cuyas relaciones tenemos muchas trazas, desembocan finalmente en una nueva figura aislada, ajena a todo grupo o proyecto, que no sólo los reivindica, sino que enfrenta, por sí sola, retos que ellos asumieron o prefiguraron. No de otra manera puede entenderse, a la luz de Las lágrimas de Eros de Georges Bataille o del Baño de Diana y de Cierto comportamiento entre las damas romanas de Pierre Klossowski, Le sexe et l´effroi (El sexo y el espanto) de Quignard, exhaustivo y apasionante estudio en torno a la sexualidad romana. Al margen de la información que nos revela, el propósito de Quignard es muy cercano al de Bataille y Klossowski: enfrentarnos a lo que fuimos y que acaso todavía somos, a pesar de los siglos que nos separan de esa época. Ha llegado el tiempo en que nuestras dudas, nuestras experiencias, nuestro espíritu, pueden contemplarse mejor en estas visiones paganas que en las leyes y costumbres morales que pretendieron silenciarlos para siempre. De esta manera, la erudición de nuestro autor ha dejado de ser el ejercicio arbitrario de una curiosidad insaciable para convertirse en la valerosa palabra que resulta de una sagacidad sorprendente por devolvernos la intensidad y la dignidad de experiencias que no nos hablaban con su propia voz, sino, mala y confusamente, a través de su tergiversación cristiana.
Al margen de la información que nos revela, el propósito de Quignard es muy cercano al de Bataille y Klossowski: enfrentarnos a lo que fuimos y que acaso todavía somos, a pesar de los siglos que nos separan de esa época.
Resultado de esta fascinación por una civilización romana censurada son también textos como Albucius, La raison o Les tablettes de buis d’Apronenia Avitia (Albucius, La razón o Las tablillas de boj de Apronenia Avitia), en los que tienden a confundirse el ensayista y el narrador. Ficción y recreación, relato e historia hermanan sus fines y el punto de vista que los funde encuentra en ambos polos los mismos elementos reveladores, al grado de provocar un inesperado contubernio entre la palabra relatora y la palabra reflexiva, rasgo que distinguirá a gran parte de su producción ulterior: Les petits traités(Los pequeños tratados) y, sobre todo, los varios volúmenes de Dernier Royaume (Último reino), extrañamente distinguido en 2002 el primero, Les ombres errantes (Las sombras errantes), con el Premio Goncourt. Por si fuera poco, desde los años ochenta, ha publicado un número considerable de novelas de cortes varios, así como relatos más breves, escritos a la manera de cuentos tradicionales o en una lengua pulcra y ceñida, como recién surgida de los afanes de Malherbe y de Boileau.
Baste este rápido esbozo de la variedad y amplitud de la obra de Quignard para dar una idea de su ahora ineludible presencia. Aunque reconocida desde hace algunos años, premiada y traducida, esta obra acaso termina siendo más exigente y más secreta que aquella que 40 años atrás causaba desprecio, crítica o hasta indignación. Nadie sabía en realidad, o no había querido saber, por ejemplo, que el aliento que forma un vaho de vapor en la helada madrugada fue por un instante palabra material y visible, o que la voz infantil perdida en la adolescencia cante a través de un instrumento, o que las cuevas prehistóricas quizá fueron más bien espacios sonoros, o que la música sólo existe para que vuelvan los muertos, aunque sea imposible no verle otra cara si se considera su ejercicio forzado en los campos de concentración, o que, finalmente, los hombres somos salmones que sólo quieren volver al lugar de su nacimiento, a falta de nunca poder concebir la escena de nuestra propia concepción… Estas visiones y obsesiones, que se alimentan de paradojas y suelen desembocar en aporías, recorren de cabo a rabo la obra de P. Q., habiéndose enraizado en su espacio para asentarse y repetirse, reflejarse y enlazarse, variando en cada libro las facetas de su insistencia. En ello reside justamente uno de los encantos de su obra , ya que, para dar voz o imagen a sus obsesiones, ninguna época ni cultura le es ajena, gracias a lo cual su abrumadora erudición sabe traer a colación episodios y nombres que son sus ecos y reflejos, hallados en la literatura, el arte, la historia, la arqueología o la etnología, no sólo situándose con relación a ellas, sino revelando las más de las veces zonas ocultas, ninguneadas o censuradas de textos, obras y tradiciones que acaso pensábamos conocer, de un modo más que análogo a como creíamos conocernos a nosotros mismos. No hay tema fundamental que no sea abordado de esta manera: vida, muerte, deseo y amor, acecho, depredación y guerra, palabra e imagen, grito y sonido… Lo de siempre, pero una vez más… Tal es la apuesta que en cada nuevo libro se impone Quignard, ya que tal es la condición para seguir escribiendo: inventar repitiendo, descubrir confirmando –condición, se dirá, de la mayoría de los escritores–, pero que en su caso cobra la relevancia de llevarla a cabo desde la conciencia de un restringido catálogo de obsesiones, cuyo insistente apremio linda desde un inicio con lo casi inefable, lo casi incomunicable. ¿Puede haber mejor ejemplo de ello que escribir acerca de la música, el arte que por su misma condición se encuentra siempre más allá o más acá de la palabra?
Dos son los tipos de escritores que se ocupan de la música: los que son músicos y los que, por no serlo, tan sólo la aman. No por ello estos últimos pasarían a equipararse con los críticos o comentaristas de artes plásticas, que con la mayor naturalidad se sienten habitantes de una casa en la que no viven, ya que, curiosamente, los escritores melómanos suelen ser más sigilosos y menos numerosos, acaso porque lo auditivo tiende a ser mucho más escabullidizo que lo visual. De entre estos amantes de la música se destacan, por ejemplo, figuras como Stendhal, Romain Rolland, Pierre Jean Jouve o Theodor W. Adorno, a menudo narradores y biógrafos de compositores cuando no analistas y teóricos de la cosa musical, pero no creo que pueda haber mayor paradigma del caso que la figura de Thomas Mann. Habitado por la obra de Wagner desde sus años mozos, es probable que el ideal de obra total que rige la composición de sus grandes novelas le deba tanto a esta influencia como a la de los grandes novelistas del siglo XIX, como Balzac, Zola o Tolstói. Sin embargo, esta concepción alcanza su punto culminante en la realización de su gran novela Doktor Faustus, cuyo tema es justamente la biografía espiritual y artística del músico Adrian Leverkühn, quien, con tal de componer una obra que trascienda todo lo hecho en música hasta antes de su tiempo, pacta con el diablo y no duda en ofrendarse con tal de alcanzar su propósito. Thomas Mann se las ingenia no sólo para rendirle tributo a las figuras tutelares de Goethe (el pacto con el diablo) y de Nietzsche (el destino valetudinario de Adrian), sino, ya entrando en el terreno propiamente musical, para recurrir a la teoría dodecafónica de Schönberg, que ilustrará el obsequio teórico del diablo para trascender la herencia wagneriana, logrando con ello trazar la oposición paralela entre la entrega a la aniquilación personal en nombre del arte y la destrucción colectiva generada por el régimen nazi en nombre de un mundo nuevo. Para llevar a buen puerto su proyecto, Mann no dudó en consultar una y otra vez tanto al propio Schönberg como a Adorno acerca de los detalles técnicos y teóricos del dodecafonismo, los cuales requería conocer para dar la consistencia necesaria a su descripción de las obras cumbres que Leverkühn lograría concebir y componer.
Vida, muerte, deseo y amor, acecho, depredación y guerra, palabra e imagen, grito y sonido... Lo de siempre, pero una vez más... Tal es la apuesta que en cada nuevo libro se impone Quignard.
En el polo opuesto y en una tesitura mucho más variopinta, se encuentran los músicos escritores, que se distinguen por tener una formación y hasta una profesión de músicos. En ellos encontramos casos como el de quienes abandonan la música para escribir (Jean-Jacques Rousseau, E.T.A. Hoffmann, Friedrich Nietzsche o Vladimir Jankélevitch); quienes dejan de escribir, como Robert Schumann; y los que siguen escribiendo (crítica, las más de las veces), como Berlioz y Debussy. A esta última categoría pertenece Pascal Quignard, sin duda el escritor francés contemporáneo más interesado en la música. Como se ha dicho, su temprana formación musical, que responde a una vocación alimentada por su linaje familiar, lo ha conducido a ejercer una práctica instrumental a lo largo de su vida, aunque de manera privada, propiamente amateur, que le ha proporcionado esa íntima familiaridad con el mundo de la música que requiere un instrumentista para serlo y que también requiere el escritor que pretende “adentrarse” en él a través de la escritura, sin haber dejado además de ejercer sus conocimientos en la materia al haber sido fundador y director del Festival de Ópera y Teatro Barroco de Versalles (hasta 1994, año en el cual abandona toda actividad social para dedicarse exclusivamente a escribir).
Esta constante preocupación por la música no desembocó en un voluminoso proyecto narrativo, sino más bien en una atomización de los registros desde los cuales es concebido e interrogado el espectro del sonido.
Sin embargo, acaso signo a la vez de los tiempos y de la singularidad de nuestro autor, esta constante preocupación por la música no desembocó en un voluminoso proyecto narrativo, sino más bien en una atomización de los registros desde los cuales es concebido e interrogado el espectro del sonido que va desde las cavidades y las paredes del cuerpo, de la tierra o de los instrumentos, hasta los efectos mentales y afectivos que genera la vibración de la música en el aire y en el tiempo. Desde el hecho mismo de que haya algo así como balbuceos, gritos, silbidos y palpitaciones en los orígenes del surgimiento de la melodía y del ritmo, hasta los ecos más sutiles de la música compuesta, cantada o ejecutada con instrumentos. Pero, sobre todo y casi siempre, abarcando y acercando estos dos extremos, encontrando la presencia de lo primitivo y primigenio en el seno mismo de lo elaborado. En ello radica la variedad, novedad y hasta extrañeza de los escritos que P. Q. consagra a la música. Amén de la presencia de diversos personajes músicos en algunas de sus primeras novelas y en alguno de sus Petits traités, son varios los libros cuyo tema central es la propia música. Se destacan sobre todo los tres ensayos-relatos de La leçon de musique (La lección de música), la novela Tous les matins du monde (Todas las mañanas del mundo), los diez textos de La haine de la musique (El odio por la música), todos de los años noventa, así como el más reciente relato Boutès (Butes) de 2008 y el relato teatralizado Dans ce jardín qu’on aimait (En este jardín que amábamos) de 2017. Finalmente, por la importancia de los personajes centrales que de nuevo son instrumentistas, es ineludible citar L´amour la mer (El amor el mar), última novela publicada por él en 2022.
En el primer texto de La lección de música, a partir de una información del cronista Évrard Titon du Tillet de 1720, explora la íntima relación que existe entre la pérdida de la voz infantil del adolescente Marin Marais hacia 1672, hasta entonces niño cantor de la escolanía de Saint Germain-l’Auxerrois, y su decisión de dedicarse al estudio de la viola da gamba. Sugiere que se trata de sustituir la voz de soprano perdida para siempre por la de un instrumento capaz de reproducir, desde el registro grave hasta el agudo, todas las inflexiones de la voz humana. También nos detalla, siguiendo a Titon du Tillet, su aprendizaje junto a Monsieur de Sainte-Colombe, destacado violista de la época, famoso en su tiempo por la brusquedad de sus fobias sociales y por haberle añadido una séptima cuerda al instrumento. El cronista narra el episodio según el cual Marais, tras haber sido despedido por su maestro, se disimulaba debajo de una cabaña construida entre las ramas de una morera, dentro de la cual Sainte-Colombe se pasaba horas tocando y estudiando, para descubrir más de los secretos que habrían de ayudarlo a volverse el máximo intérprete de su tiempo y convertirse a los 23 años en ordinario de la Cámara del Rey para la viola, y luego abrazar las carreras de virtuoso, compositor, profesor y director de orquesta en la Academia Real de Música, siendo junto con Lully el músico favorito de Luis XIV. En este texto, escrito en fragmentos separados por blancos, se van alternando episodios narrativos referentes a la vida de Marin Marais con otros, reflexivos, comparativos o anecdóticos, en torno a la voz humana, la música, el cuerpo, la pérdida y hasta la relación de la muda de la voz con el apareamiento de las ranas. Tal es el estilo particular que P. Q. ha ido desarrollando en muchos de sus libros, de una eficacia sorprendente a la hora de circunscribir así la variedad de un tema que presenta diversas y contrastantes aristas, cambiando de registro para dejar que se recobre y se mueva el pensamiento por entre los blancos que separan cada fragmento de los otros.
En cambio, en Todas la mañanas del mundo, opta por retomar, bajo la forma de novela, la relación de Marin Marais con Monsieur de Sainte-Colombe, salpicada con los amoríos del joven aprendiz con las hijas del viejo maestro y, sobre todo, culminando en un inusitado acercamiento a la esencia de la música. Gracias a un texto breve y preciso, de una elegante concisión, inspirado en la prosa depurada del siglo XVII francés, P. Q. vuelve a plantear la muda de la voz adolescente como origen de la vocación instrumental, pero, sobre todo, y como si fuera su otro extremo, une de manera esencial el ejercicio de la música a la actualización de la muerte. En una helada madrugada de febrero, el ya cortesano Marin Marais, ávido del secreto de la música que como virtuoso aún sigue ignorando, no puede resistirse a volver a hurtadillas a espiar al viejo maestro debajo de la cabaña en la que toca su viola, encaramado en lo alto de su morera. Es tanto el frío que un estornudo incontrolable lo denuncia y el maestro lo invita a subir. No resisto la tentación de traducir aquí el diálogo que se produce en esta breve escena:
—Señor, ¿puedo solicitarle una última lección? —preguntó el señor Marais, animándose de pronto.
—Señor, ¿puedo intentar una primera lección? —replicó el señor de Sainte-Colombe con voz sorda.
El señor Marais inclinó la cabeza. El señor de Sainte-Colombe tosió y dijo que deseaba hablar. Lo hizo entrecortadamente.
—Qué difícil, señor. La música está simplemente aquí para hablar de lo que la palabra no puede hablar. En este sentido, no es del todo humana. ¿Ya ha descubierto usted que no es para el rey?
—He descubierto que es para Dios.
—Pues está usted equivocado, porque Dios habla.
—¿Es para el oído?
—Aquello de lo que no puedo hablar no es para el oído, señor.
—¿Para el oro, entonces?
—No, el oro no es algo que se oiga.
—¿La gloria?
—No. Tan sólo son nombres vueltos a nombrar.
—¿El silencio?
—No es más que el opuesto del lenguaje.
—¿Músicos rivales?
—¡No!
—¿La añoranza del amor?
—No
—¿El abandono?
—No y no.
—¿Un barquillo ofrendado a lo invisible?
—Tampoco. ¿Qué es un barquillo? Se ve. Sabe a algo. Se come. No es nada.
—Me doy, señor. Creo que hay que servirles una copa a los muertos…
—Caliente…
—Un pequeño abrevadero para quienes han abandonado el lenguaje. Para la sombra de los niños. Para los martillazos de los zapateros. Para los estados anteriores a la infancia. Cuando no había soplo. Cuando no había luz.
Se dibujó una sonrisa en el rostro añoso y rígido del músico. Tomó la mano regordeta de Marin Marais en su mano descarnada.
—Señor, usted me ha oído suspirar. Moriré dentro de poco y mi arte conmigo. Tan sólo me extrañarán mis gallinas y mis ocas. Voy a obsequiarle una o dos arias capaces de despertar a los muertos. ¡Vamos!
Trató de levantarse, pero se detuvo en su intento.
—Primero, tenemos que ir por la viola de mi difunta hija Madeleine. Va usted a oír Los llantos y La barca de Caronte. Luego, oirá la totalidad del Tombeau de las Añoranzas. No he hallado quien, entre mis alumnos, merezca escucharlas. Usted me acompañará.
Y así, a dos violas, antes de que despunte el día, tocan entre lágrimas estas obras, compuestas por el viejo maestro, quien nunca supo consolarse de la muerte prematura de su amada esposa. Esta música existe, aunque fue olvidada por mucho tiempo. El gran violista catalán Jordi Savall la ha grabado y se escucha a lo largo de la hermosa película que se realizó a partir de esta novela. El ronco y un tanto sordo sonido de la viola da gamba ha atravesado el tiempo y suena para nuestros oídos como si nosotros mismos estuviéramos escuchando, a través de la pared de madera de la cabaña de Monsieur de Sainte-Colombe, una música que parece provenir del ámbito mismo para el que fue compuesta.
Unos pocos años más tarde, en 1996, acaso para saldar sus cuentas pendientes con otros aspectos de la música un tanto alejados de los aquí reseñados, P. Q. publica en un solo volumen los diez textos que constituyen El odio por la música. De nuevo redactados en ese estilo fragmentario tan propio del autor, sus temas pueden llegar a parecer inconexos de tan misceláneos, aunque terminan por describir un arco que va desde la interrogación por los fundamentos mismos del quehacer sonoro humano hasta uno de sus usos contemporáneos más intolerables, cuyo texto lleva el título que le da nombre a todo el libro. El arco de este amplio abanico arranca en los orígenes y abarca desde la importancia muy poco atendida de la función sonora de las grutas prehistóricas pintadas por el hombre, para pasar por la ingeniosa inversión del canto de la Odisea referente al canto de las sirenas, consistente en considerar ya no la atracción mortífera que las mujeres-pájaro ejercen con su voz sobre los hombres, sino la que los hombres ejercen sobre las aves gracias a esos antiquísimos silbatos, esos señuelos acústicos que imitan sus cantos y que han sido descubiertos en estas mismas grutas. Es irresistible ver en ello un origen posible, si no de la música –puesto que voz siempre ha habido–, sí por lo menos de su inicial instrumentalidad, casi previa a las primeras flautas talladas en huesos de animales y humanos. Música para conjurar, para imitar, para exorcizar, para matar… Y para acompañar a la muerte, ya que tal es el tema del ensayo El odio por la música, que trata del uso de la música en los campos de exterminio nazis. Basándose en los libros escritos por Simon Laks y por Primo Levi acerca de la “vida” en los campos de la muerte, y más allá del escalofrío que sigue provocando asociar el repertorio consagrado de la música occidental a los horrores del holocausto, Quignard destaca su uso marcial en la marcha en columnas hacia o desde el trabajo, o solamente hacia las cámaras de gas, cumpliendo las mismas funciones que desde los griegos –Platón en particular– se le destinaba a la música en la polis, fundamentalmente la de ordenar labores y desplazamientos, gracias a la obediencia (ob-audire) que la música ritmada engendra en sus oyentes. No hay más que un paso, que Quignard no duda en dar, para atreverse a sugerir el nexo entre esta obediencia y la naturalidad con la que el público hace silencio en un concierto o la docilidad con la que un conjunto de músicos obedece a la batuta del director. Orden, obediencia, sumisión parecen pues ser también componentes implícitos en la música, que suelen no considerarse al ensalzar sus virtudes constructivas, etéreas o ensoñadoras.
Justamente de esta dicotomía trata Butes, libro de 2008, cuyo título es el nombre de un navegante, compañero de Orfeo y los argonautas, recordado por ser quien sucumbió al hechizo del canto de las sirenas y se arrojó de la nave. Sus demás compañeros pudieron resistir gracias al encono con el que Orfeo cubrió ese canto al pulsar rítmicamente y con toda su fuerza las cuerdas de su cítara, efecto que no alcanzó a Butes por hallarse en una punta del navío, alejado de Orfeo y más expuesto a ser presa del (en)canto de las sirenas. Lo que el autor busca destacar es que hay una dicotomía que no sólo habita sino constituye la música, hecha a la vez de melodía para seducir y de pulsación rítmica para agrupar y organizar. Eso que Mallarmé llamaba una “íntima disyunción”.
Seis años después, Quignard publica En este jardín que amábamos, relato teatralizado en torno a la insólita figura del reverendo Simeon Pease Cheney, primer compositor moderno, muy anterior a Olivier Messiaen, que anotó todos los cantos de pájaros que había escuchado en su jardín, entre 1860 y 1880, así como el goteo de un grifo sobre los adoquines del patio y hasta el muy particular sonido que emitía el perchero de la entrada cuando el viento se colaba por entre los abrigos y las capas en invierno. Dvořák lo admiró. El texto se centra en la relación fracasada entre el reverendo y su hija Rosamund, nacida al morir su madre, único y absoluto amor de Cheney hasta su propia muerte, como si su destino hubiera sido un eco de la también enamorada viudez de Monsieur de Sainte-Colombe. Su música está editada. Este trabajo fue estrenado en el Festival de Aviñón y presentado luego en varias ciudades de Francia. En escena, es central la presencia de un piano vertical con candeleros, en el cual se interpreta música del reverendo durante la representación.
El más reciente y dilatado homenaje de Quignard a la música es la novela El amor el mar, publicada en 2022. En ella se hermanan sus visiones y meditaciones acerca del amor, a través de los dos personajes centrales, Thullyn y Hatten, ella violista y él laudista, copista y compositor, alternadas con las que el autor nos prodiga de la música alrededor de 1650, su ejercicio profesional, los muchos detalles técnicos y artísticos de la composición y ejecución instrumental, la vida casi nómada de los músicos en esa época, entre salones y castillos, recorriendo a partir de París y Londres una geografía fundamentalmente nórdica, navegando ríos y mares desde Flandes hasta Finlandia, pasando por muchas de las ciudades y los puertos alrededor del Mar del Norte y del Báltico. Al lado de estos dos personajes imaginarios, entregados a un amor intenso hecho de rupturas y reconciliaciones, figuran en destacado lugar las apariciones del clavecinista y compositor Johann Jakob Froberger, con frecuencia al lado de su admiradora y mecenas, princesa Sibila de Wurtemberg. Todos se aprecian recíprocamente y disfrutan varias veces del privilegio de reunirse a tocar en ocasión de alguna invitación de marca, junto a otros destacados músicos como el citarista Hanovre. A su lado, mediante un recurso literario inventado por Balzac, Quignard vuelve a traer a escena para morir al mismísimo Monsieur de Sainte-Colombe y al grabador Meaume, personaje a quien está dedicada Terrasse à Rome (Terraza en Roma). Novela acerca de la interioridad tanto en el amor como en la música, El amor el mar es también el relato de la agonía de los instrumentos que fueron cayendo en desuso a partir de la segunda mitad del siglo XVII: cítara, laúd, archilaúd, tiorba, viola da gamba y hasta el mismo clavecín. Todos estos músicos participan de este ocaso y se despiden a su manera de sonoridades que se extinguen ante el asedio de otros instrumentos que habrán de desplazarlos: cuarteto de cuerdas, arpa, guitarra, piano. No aparece ningún cantante, acaso porque la exteriorización propia del canto podría empañar la música interior para la cual estos instrumentos a punto de desaparecer habían sido concebidos. Esta casi secrecía de la música está por perderse y con ella, como es el caso, formas de sensibilidad que ya sólo encontrarán su sitio en la literatura, y muy en particular, en la de Pascal Quignard.
Hasta aquí este breve recuento de las obras de Quignard que aluden directamente a la música, no sin lamentar que el propósito de este recorrido me haya vedado el deseo de abundar en el comentario y la reflexión que cada uno de los títulos reseñados merece. Valga al menos la ambición de que esta panorámica de la visión de Pascal Quignard respecto a la música le otorgue al lector curioso los elementos y los motivos para acercarse a ellos y disfrutar de la lectura de los títulos aquí consignados, además de la de los muchos otros que nuestro autor ha publicado. Pocos escritores hoy en día pueden envolver al lector en un universo tan personal y ofrecerle al mismo tiempo un inagotable recorrido por la memoria de la humanidad. Ojalá todavía tengamos, entre los previsibles volúmenes que aún habrá de publicar, la oportunidad de volver junto con él a sorprendernos con un nuevo motivo para rendirle tributo al misterio de la música.