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Música

Stravinski y el clasicismo: itinerario o laberinto

¿Por qué pervive la música de Ígor Stravinski? Abrimos este número de Liber, que conmemora la figura del gran compositor a 50 años de su muerte, con un ensayo del narrador, dramaturgo y ensayista musical Santiago Martín Bermúdez. La reflexión analiza su legado a partir de la presencia de elementos como lo apolíneo y lo dionisíaco y recapitula sobre el neoclasicismo y las múltiples caras de uno de los genios del siglo xx.


Por Santiago Martín Bermúdez

En el siglo XX oiremos de otro modo

 

Los lenguajes musicales de las tres primeras décadas del siglo –y en general todos los lenguajes artísticos de esos años– se han posado en nosotros, el público, pero con mayor o menor capacidad de discernir ahora lo que supuso entonces una novedad e incluso ruptura. Claude Debussy ha hecho unas aportaciones tales que hoy no las vemos con claridad, y sin embargo fueron decisivas: él nos enseñó a oír. La aportación de Béla Bartók ya no provoca rechazos, aunque se percibe aún una estética aristada, agresiva en algunas de sus obras, no sólo en los cuartetos, lo que es compatible con una vena lírica muy concreta, muy propia de la línea de la Europa exótica y sufriente que revive con sus temas armonizados a partir (a menudo) de la pura y simple invención, lo que se llamó el folk imaginario. Las aristas son más ácidas en determinadas obras de Arnold Schönberg, antes y después de la definición serial, mas no tanto en Alban Berg, que es un puente con la herencia romántica. Ahora bien, este tipo de percepción, un siglo después, es posible porque en las salas de concierto se ha instalado un repertorio sobre todo decimonónico.

Percibimos la modernidad de estas escuelas porque ahora sí que impera el siglo XIX, y no cabe reprochar al público filarmónico que no dé crédito a que esté más muerto Beethoven que muchos compositores de la vanguardia, hasta hace muy poco vivos. Es decir, los que asisten a conciertos sinfónicos, de cámara, vocales, se encuentran, junto con el repertorio del XIX, con escuelas y compositores cuyas obras poseen todavía el eco de la novedad que supusieron en su día, desde Gustav Mahler hasta Ígor Stravinski, por citar dos estéticas ajenas una a la otra. Y perviven. Por algo será.

 

Arnold Schönberg esboza una sonrisa, fotografía
de fotomatón, circa 1930, Berlín. Arnold Schönberg Center, Viena.

 

Dejo para el final de este párrafo inicial –para ahora mismo– las obras de Stravinski alrededor de La consagración de la primavera. Señalo a menudo la pregunta que se supone se hacen los compositores que llegan a su primera juventud creativa hacia 1910 o poco antes, los que nacieron en la década de 1880 o unos años antes. Esa pregunta es “qué hacer”, el título de una obra de Lenin de 1903, que a su vez lo toma prestado de una novela de tesis del insoportable revolucionario naródnik (populista, nacionalista) Nikolái Chernyshevski. Si Schönberg y Bartók respondieron de la manera que hemos aludido, Stravinski lo hace mediante una secuencia de tanteos que le llevará a los tiempos del neoclasicismo, esos tiempos que engañosamente parecen uno solo y que transcurren a lo largo de tres décadas, entre Pulcinella y The Rake’s Progress, esto es, entre 1920 y 1951. Cuántas cosas no han sucedido en esos treinta años. Por de pronto, Europa, y en especial Europa Central, es ya irreconocible. Ya veremos que la época, las guerras, la epidemia no son anécdotas intrascendentes en la actitud de un artista, aunque no le haya tocado combatir o enfermar. Lo sabemos pero por alguna razón siempre es preciso volver a recordarlo.

Cualquiera que acuda a conciertos habitualmente, o escuche y vea grabaciones del repertorio de las salas de conciertos, advertirá de manera natural la diferencia entre una obra de Brahms de finales de siglo en Viena y lo que se oye en Petrushka, en Renard, en La historia del soldado. No es sólo lo popular, es lo primitivo. Y en La consagración hay algo más, es lo que he llamado a menudo el “coqueteo con la barbarie”. Después del armisticio de noviembre de 1918, ya no quedan demasiados deseos por evocar la barbarie. El diablo bailarín que tienta al soldado que vuelve de la guerra evoca una danza de la muerte cuya innegable comicidad es menor que su crispación. No es la danza de la muerte del Medievo. No debería sorprender, desde nuestra perspectiva, la actitud de T. W. Adorno –en su panfleto posterior en unos treinta años al Soldado–, su condena rotunda y algo peor que errónea del filósofo contra la música que, parece evidente, le gusta, le fascina. La danza rusa y la danza de los cocheros de Petrushka, la entrada de los animales y su vocerío en Renard, la marcha y el pasodoble del Soldado (la Marcha real)… Todo es primitivo, incluso aldeano, y el serlo es condición necesaria para el vuelco total. Renard, fruto de comicastros itinerantes, y el Soldado, página de una guerra que va a concluir, huyen de La consagración y sus violencias… para caer en manos de unas transcripciones de música del siglo XVIII, una colección de viejas partituras que trajo Serguéi Diáguilev (quien, concluida la guerra, no podía aceptar el Soldado porque ya lo habían estrenado otros, los “amigos suizos” de Ígor Fiódorovich), música que hoy sabemos que no es sólo obra del pronto malogrado G. B. Pergolesi. El refinamiento toma el relevo de lo que se acaba de agotar en eso que se ha llamado el periodo ruso de Stravinski, y que no es simplemente un periodo ruso. Ahora bien, por mucho que el joven Stravinski –que va de El pájaro de fuegohasta La historia del soldado– mantenga en su interior, muy oculto, un ideal ajeno a los tabanques y pensando en ese utopos llamado música pura, ni él ni nadie podía imaginar el vuelco que iba a darse en 1920 con Pulcinella, el hermoso pastiche dieciochesco, equilibrio entre lo culto de la música del clasicismo (o el Barroco tardío, más bien) y el elemento popular y hasta vulgar de la Commedia dell’Arte.

 

Stravinski es artista de varias caras. En la secuencia de su vida, abundan los momentos afortunados del artista, aunque no se puedan negar las desdichas del hombre.

 

¿Máscaras?

 

Si quisiéramos posar, propondríamos que Stravinski es artista de varias caras. En la secuencia de su vida, de casi noventa años, abundan los momentos afortunados del artista, aunque no se puedan negar las desdichas del hombre. Desdichas no sé si reparadas con recompensas que le dieron en vida tanto los colegas (muchos) como las mujeres (las suficientes). Desdichas cuyos orígenes a menudo trató de hacer olvidar; esto es, borró pistas, y se le aceptó que las borrara. Uno de sus hijos, sospechoso de colaboracionismo con Vichy y rozado por el mercado negro; su propio pasado como admirador (¿sólo admirador?) de Action Française, el partido monárquico y antisemita, de extrema derecha, destinado a ser devorado por el fascismo, como lo fue el Partido Social Cristiano austriaco. Ser antisemita en Francia en el periodo de guerras era una perversidad vivida con naturalidad, como si nada; y en el ejército venía a ser obligatorio. Imaginen lo que pensaría Schönberg de este ruso antisemita mientras se convierte al judaísmo de sus mayores y arranca la composición de Moses und Aron, la ópera judía por definición. Ígor Fiódorovich borró pistas, sí, y en 1963 dedicó su obra Abraham e Isaac al Estado de Israel, nada menos, y la estrenó en Jerusalén. Desde luego, respondió a un encargo; al abuelo Ígor se le daba muy bien que le encargaran lo que quería componer, y en este caso fue una obra en hebreo para Israel y Jerusalén, con uso de una serie dodecafónica básica, homenaje pleno al compositor austriaco y judío Arnold Schönberg. Lo curioso y significativo fue que anunció que iba a hacerlo durante su viaje a la Unión Soviética en 1962, ante micrófonos y ondas soviéticas, en el país que para entonces no era sólo tan antisemita como siempre (con un momento estelar hacia 1952-1953 cuando la muerte de Stalin salvó a los judíos rusos y a la humanidad de un nuevo Holocausto), sino que ya era abiertamente antiisraelí. La Unión Soviética se había liberado de muchos judíos, los había enviado con puente de plata hacia Palestina. Y ahora consideraba que había hecho el juego del enemigo, esto es, de Estados Unidos.

Demasiadas presiones para ser antisemita: nacer en Rusia y vivir en el París de entreguerras. Más tarde, buenas razones para arrepentirse: se conoce la magnitud del exterminio, la Shoá, y no resulta conveniente hacerse notar en ese sentido por el vencedor, que te da nueva nacionalidad (Estados Unidos) y muchos de cuyos artistas te miman[1]. El abuelo Ígor, según el refrán español, no daba puntada sin hilo. Supo lavarse la cara sin ser tan limpio como Schönberg ni tan puro como Bartók, por referirnos a los otros dos grandes compositores que marcaron la primera mitad del siglo y que, además, acabaron sus vidas en Estados Unidos, mucho antes que Stravinski y en condiciones bastante más duras. Y a los que sobrevivió ampliamente.

 

Balanchine y lo apolíneo

 

Uno de los encuentros más importantes de la vida de Stravinski fue el georgiano George Balanchine (que se llamaba algo más complicado, dejémoslo así), cuando a este joven bailarín y pronto coreógrafo lo admitió la compañía de Serguéi Diáguilev. Entre paréntesis: hay que decirlo así, que “lo admitió”, aunque les hubiera llamado la atención antes. Era el método de Diáguilev, que se basaba en un gran olfato, a menudo teñido por sus debilidades personales. Balanchine había nacido en 1904, esto es, era casi veintidós años más joven que Stravinski, y sin embargo iba a ser decisivo para este. En lo estético y en algo más: en su recepción en Estados Unidos. Fue una de las muestras de buena suerte que tuvo Ígor Fiódorovich a lo largo de su vida, desde Diáguilev hasta el final.

 

Apollon es el punto culminante de lo apolíneo en Stravinski. Es lo que él buscaba en el clasicismo: conseguir el equilibrio estético que le aleje lo máximo posible de La consagración de la primavera.

 

La conversión en ballet de la ópera Le rossignol fue la primera colaboración entre Balanchine y Stravinski. Estamos ya en 1925 cuando Stravinski apenas lleva cinco años de estética (digamos) neoclásica, pero aún quedan cuatro para la muerte inesperada de Diáguilev, con lo cual la compañía entera se irá a pique; sus restos se salvarán en otras compañías o iniciativas musicales y de ballet. Balanchine firma la coreografía del Ruiseñor cuando tiene sólo veintiún años. El encuentro entre ambos es importante porque hay un elemento de encuentro estético (con su toque ético, no vayan a pensar que no) entre el compositor y el coreógrafo. Esto se advertirá sobre todo en una coreografía muy importante de 1928, la del estreno de Apollon Musagète. Lo que importa de este ballet griego (por la temática y por lo que se verá) es su tendencia a desligarse de una trama, al despojamiento. Hay apuntes de trama, desde luego: al niño Apolo lo educan dos ninfas, y él, a su vez, educa a las tres musas (poner nueve musas en escena hubiera sido excesivo, qué confusión), el dios se forma, vive un aprendizaje, y bailan musas y dios juntos y por separado.

 

En 1928, se estrenó Apollon Musagète con Los Ballets Rusos de Serguéi Diáguilev. En la fotografía, Alexandrova Danilova y Serge Lifar. Fuente: Wikipedia.

 

La trascendencia de la relación artística entre Stravinski y Balanchine la ha estudiado muy bien Charles M. Joseph en su libro Stravinsky[2] & Balanchine. A Journey of Invention (New Haven: Yale University Press, 2002). Es este libro una relación detallada del primer encuentro, aunque no solamente eso: las primeras oportunidades que surgieron gracias a Diáguilev, la temprana producción de Le chant du rossignol, versión ballet de la ópera Le rossignol, esa ópera de menos de una hora que “empieza como Rimski” y termina de un modo “postSacre” (si me permiten esta libertad de imágenes). Hay una culminación del libro en Apollon, y no es de extrañar porque este ballet constituye en Stravinski un turning point en su estética. Apollon es un encargo (de Estados Unidos, privado, de la señora Elisabeth Sprague Coolidge) y, como todo encargo, para Stravinski es un límite que se pone a sí mismo, además de ser una pieza que él mismo quería componer. Y Apollon, no ha de extrañarnos, es el punto culminante de lo apolíneo en Stravinski. Que es lo que él buscaba cuando buscaba en el clasicismo: no tanto volver a –pongamos– Bach, como conseguir el equilibrio estético (y a veces estático, disculpen el juego de palabras) que le aleje lo máximo posible de La consagración de la primavera. El terremoto dibujado en este ballet de 1913 tiene su antídoto tanto en la ceremonia de Las bodas como en las líneas perfectamente clásicas de Apollon, lo que culminará, con el añadido del sentido religioso, en la Sinfonía de los Salmos; es lo que va de la danza de la elegida al Laudate Dominum de los Salmos. No se atuvo Balanchine a la música de Stravinski para ballet, también convirtió en espectáculos de danza obras tardías como los Requiem Canticles en 1968; y justo tras la muerte del compositor, un ballet a partir de los cuatro movimientos del Concierto para violín de 1931 (1972).[3]

A estas alturas ya puede preguntarse el lector que haya resistido la prueba si adjudicar el calificativo de neoclásica a una obra concreta de Stravinski es algo de veras relevante. La respuesta podría ser: no. Sobre todo si uno hace caso a quienes durante mucho tiempo han considerado que hablar de retornos o de neoclasicismo es una maniobra para no referirse a la música en sí. Esto es, sería cosa de aficionados o de incompetentes. Nada menos: “absténganse los que no sean profesionales”, como si ser profesional fuera una garantía de penetración en la obra de arte, o como si el arte sólo fuera para profesionales del mismo. Es Richard Taruskin quien se escandaliza así, no el autor de estas líneas: “El discurso profesional puede ser, y a menudo lo es, un arma de idealización a posteriori. Como discurso de poder blindado, es conservador. Rara vez está donde está la acción cultural”[4]. Aun así, todos sabemos lo que quiere decir “neoclásico” en Stravinski; sólo hay que tener cuidado de no aplicarlo a una obra concreta, sea la Sonatao sea la Sinfonía en do. Si el análisis es a menudo impotente para entender el sentido de una obra, la etiqueta es lo que decíamos, irrelevante.

 

Stravinski contra La consagración

 

Jean Cocteau, fotografía de Gisèle Freund, 1939, París.

 

Hay que señalar que es la época en que Stravinski estrena alguna de sus obras más importantes en cuanto a ideal clásico e incluso hieratismo; por ejemplo, la ópera Oedipus Rex, cantada en latín, texto traducido por el que sería el cardenal Jean Daniélou, a partir de una obra de Jean Cocteau que sigue más o menos la trama de Sófocles. Dos años después (ya ha muerto Diáguilev) llega el estreno de una obra especialmente importante, la Sinfonía de los Salmos, que no es exactamente una sinfonía, pero que es algo más que un oratorio; la rítmica de Stravinski para esta obra es tal que ha servido para ser danzada en muchas ocasiones: ahí está la experiencia reciente de Peter Sellars en Aix en Provenza (julio de 2016), cuando unió estas dos hermosas obras apolíneas de Stravinski en una sola secuencia lírico-dramática, Oedipus, seguida de la Sinfonía de los Salmos, esta al estilo de Edipo en Colono. Hay una cercanía y una hermandad entre Apollon y Oedipus: cercanía en el tiempo y hermandad en cuanto a tratamiento, porque una es la cara y otra es la cruz.

 

Ígor Stravinski conversa con T. S. Eliot durante la fiesta de verano de la editorial Faber & Faber, en Londres, 1960. Fundación T. S. Eliot.

 

La cara es Apollon, y veremos el sentido de esta obra si tenemos en cuenta otras piezas cercanas, como Las bodas, que a su vez tiene más sentido referida a otra obra ya algo lejana, La consagración de la primavera, precisamente por ser lo opuesto. Apollon, como es de esperar, supone el triunfo de lo apolíneo: rítmica marcada, sí, pero un ideal clásico llevado a un extremo que todavía no es completamente hierático; hay una sensualidad básica en la línea, que no se pretende manifiesta, pero que no se oculta; quién sabe si no es la sensualidad de un dios al que todo le está permitido excepto la embriaguez. No la hybris, que está prohibida para los mortales, sino la embriaguez, que su protegido y enfrentado Dionisos fomenta y permite a sus seguidores. Apollon Musagète es una de las obras que Stravinski parece haber compuesto en contra de su Consagración de la primavera, Le Sacre du printemps, el balletdel muy oportuno escándalo de aquel día de abril de 1913, un ballet sobre una Rusia pagana inventada, con ritmos vehementes, violencia de sacrificios humanos, rítmicas y tonalidades superpuestas con apariencia de confusión y virulencia. Pensemos que Apollon sólo tiene siete bailarines, que no precisa siquiera de un decorado figurativo y cuyo discurso sonoro discurre sin elevar nunca la voz ni proponer la estridencia.

Tardará el compositor pocos años en concebir la antítesis de Le Sacre, y esa antítesis será Las bodas, pero harán falta unos cuantos años más para dar el toque tímbrico final a esta obra en tanto que antiSacre (las voces del foso más una instrumentación totalmente percutiva, con instrumentos de percusión, afinados o no, incluso cuatro pianos tratados percutivamente). Porque trata de unas fiestas de bodas de la Rusia cristiana, tal vez medio inventada, y según señala Taruskin muy cercana en inspiración a determinados momentos de la penúltima ópera de Rimski-Kórsakov, La leyenda de la ciudad invisible de Kítezh y la doncella Fevróniya. Es no sólo un paso más lejos de LeSacre de 1913, tan molesto porque se diría que todo el mundo pretende que ahí tiene que detenerse la estética del compositor, pero, al mismo tiempo, tan lucrativo en cuanto a derechos; es también un paso en el camino hacia la abstracción de las temáticas del ballet, algo que parte de Petrushka (1911), todavía apoyado en lo pintoresco, lo costumbrista, lo popular, pero que era ya una ruptura musical milagrosa y una renuncia a la dramática tradicional (El pájaro de fuego, 1910, mantenía una historia, una trama propia del ballet del siglo XIX, con héroe, heroína, enemigos, todo eso). Adviértase que, entre abril de 1913 y el estreno de Las bodas (1924) y Apollon, ha habido una espantosa guerra mundial y una epidemia, la llamada gripe española; esta epidemia arrebató la vida a casi el triple de los once millones que murieron por causa de la guerra. Las sensibilidades contemporáneas quedan sacudidas, todos los supervivientes tienen muertos demasiado cercanos y numerosos. Así sucedió, claro está, con la sensibilidad de Stravinski, que en esos años ha perdido a su patria, sumida en la guerra mundial y más tarde en la guerra civil. Si La consagración jugaba con la violencia, el compositor de las obras posteriores, su familia, sus allegados, su Rusia (que no volvió a ver hasta 1962, y sólo unos días sin posibilidad de movimiento) y su Europa ya han vivido su edición del Triunfo de la muerte. La llamada al orden fue el fruto de las trincheras y de la peste, sobre todo cuando se comprendió la magnitud del desastre.

 

L’rappel à l’ordre y la persistencia del “viaje griego”

 

La llamada al orden es una consigna de la inmediata posguerra, y será el título de un volumen de Jean Cocteau de 1926. Este volumen incluye, entre otros estudios, el panfleto Le coq et l’Arlequin. Cocteau se ha librado de ir a la guerra, pero ha sufrido algunas de sus consecuencias; es el joven que ha cosechado un gran éxito en 1917 (¡en plena guerra!) con el ballet Parade, música de Erik Satie y escenografía y figurines de Pablo Picasso, así como coreografía de Léonide Massine (demasiados talentos, demasiado genio para el egocentrismo de Cocteau). No era inocente que Diáguilev produjera esta obra en plena debacle y descuidara a Stravinski. No importa, volverá a él, pero en sus términos, no en los del compositor. Ahora nos interesa El gallo y el Arlequín, que es un opúsculo que presenta todo un programa de destrucción estética; una destrucción a partir de la cual hay que construir de nuevo la música (digamos “de nuevo la música”, no la “nueva música”). Hay todo un programa que, se diga o no, trata de destruir cualquier resonancia romántica:

 Pelléas sigue siendo música que se escucha con la cara entre las manos. Toda música que se escuche entre las manos es sospechosa. Wagner es el tipo de música que se escucha entre las manos. […] El teatro lo corrompe todo, hasta a Stravinski. No quisiera que estas palabras afectaran a nuestra amistad; pero es útil poner a nuestros jóvenes compatriotas en guardia frente a las cariátides de ópera, esas gordas sirenas de oro que consiguen descarriar hasta a una tripulación tan formidable. Considero a La consagración de la primaverauna obra maestra, mas descubro en la atmósfera creada por su interpretación una complicidad religiosa entre adeptos, ese hipnotismo de Bayreuth. Wagner quiso el teatro; Stravinski se vio arrastrado a él por las circunstancias. […] Son músicas de entrañas; pulpos de los que hay que huir, o nos comerán. La culpa es del teatro. Hay misticismo teatral en La consagración. ¿No será música de esa que se escucha entre las manos?

Esto lo escribe el que será libretista de Oedipus Rex para Stravinski[5]. Los juegos de máscaras, los efectos de distanciamiento… Nada de eso impide que Oedipus sea teatro. Sólo la propia música, que es la auténtica dramaturgia cuando se trata de ópera, tiene la suficiente carga contra el teatro de siempre como para fingir que aquello no es teatro. No podemos decir que Stravinski se plegara a la estética de Cocteau, sino que era cosa del Zeitgeist, el espíritu de la época.

Si Apollon era la cara, la cruz es Oedipus Rex. Fue un regalo para Diáguilev, quien comentaría que se trata de “un regalo macabro”. Lo estrenaron los Ballets Rusos de Diáguilev (1927) pero como oratorio, sin puesta en escena. El estreno verdaderamente teatral sería en 1928, en la Ópera Kroll de Berlín, que dirigía el inquieto y entonces provocador Otto Klemperer.

 

Ígor Stravinski con Jean Cocteau, fotografía de Sanford Roth, circa 1956. Museo de Arte del Condado de Los Ángeles (L A C M A , por sus siglas en inglés).

 

Stravinski trataba de alejarse tanto de su Sacre como de cualquier cosa que tuviera aroma de Parsifal. Stravinski advirtió a su libretista, Cocteau, que no quería acción dramática, sino una naturaleza muerta. “Le dije también que quería un libreto convencional, con arias y recitativos, aunque sabía muy bien que lo convencional no era su fuerte. Pareció entusiasmarse con el proyecto, aunque no le agradaba demasiado que su texto tuviera que ser traducido al latín, y sin embargo, el primer borrador del libreto era precisamente lo que yo no quería: un drama musical en prosa de oropel”[6]. Hay un narrador que avanza lo que va a suceder a continuación; eso fue idea de Cocteau. Es una pena que Stravinski renunciara al narrador más tarde, quién sabe si por cuestión de derechos de autor (Ígor era muy mirado con el dinero, por decirlo suavemente).

Al empezar a componer ya tenía una visión clara de la escenificación [...] Mi primera y más firme convicción era que el coro tenía que carecer de rostro. Mi segunda idea era que los actores estarían de pie, encima de pedestales y llevarían coturnos, cada uno en un nivel diferente, detrás del coro. Aunque la palabra actores no es apropiada. Ninguno de ellos “actúa”, y el único personaje individual que se mueve es el narrador, y este lo hace simplemente para mostrar su separación de las demás figuras de la escena [...] No se vuelven para escuchar el discurso de los demás, sino que se dirigen directamente al público. Quería que permanecieran de pie en actitud rígida, y en mi versión original ni siquiera les daba entradas o salidas [...] A menudo me han preguntado por qué he intentado componer una ópera para figuras de cera. Mi respuesta era que detesto el verismo, pero una contestación completa sería al mismo tiempo más positiva y más compleja. En primer lugar, considero que esta representación estática es una manera más vital de enfocar la tragedia, no ya en Edipo y los demás personajes, sino en el “desarrollo fatal” que, para mí, encierra el auténtico significado de la obra. Edipo, como hombre, es adecuado para un tratamiento simbólico, que depende de la interpretación de la experiencia y que es principalmente psicológico. Pero esto no me atraía en tanto que material musical [...] Las figuras escénicas están dramáticamente más aisladas y sin amparo precisamente por su mudez plástica, y el retrato del individuo como víctima de lo circundante es mucho más efectivo en esta representación estática.[7]

 

George Balanchine e Ígor Stravinski en el ensayo de Agon, 1957. Fotografía de Martha Swope, TimePix. Fuente: The George Balanchine Foundation.

 

Una de las obras “griegas” de Stravinski tiene algo de maldita desde su estreno. Se trata de Perséphone, obra escrita en (mala) colaboración con André Gide, y que ahora ha sido más tomada en consideración. La puesta en escena de Perséphone de Stravinski, y Iolanta, la última ópera de Chaikovski, en un continuo narrativo y de situación, fue una feliz inspiración de Peter Sellars, que se estrenó en el Teatro Real de Madrid. La otra obra griega es Orpheus, balletque levantó Balanchine. Agon, en rigor, no es una obra griega más que en el título, si acaso: enfrentamiento, lucha, fuerzas opuestas, eso es lo que significa agon en realidad y tiene más que ver con el ideal estético de Stravinski y Balanchine que con cualquier inspiración griega.

Pero volvamos al libro de Charles M. Joseph. Hay una continuidad en las estéticas de Stravinski y Balanchine, y si el ballet se libra poco a poco del argumento, de la historia, la música para ballet se libera cada vez más de la acción dramática (lo que viene a ser lo mismo), de manera que ambos artistas coincidieron en eso que hemos llamado abstracción. De la argumentación de Joseph puede deducirse que, en la abstracción, encontraron la pureza del movimiento, su elegancia a través del incorpóreo cuerpo de quien baila (disculpen de nuevo, pero un bailarín de ballet se acerca demasiado a lo divino, y acaso por eso su vida artística es tan corta). Después de Apollon, la abstracción vendrá de las obras que hemos mencionado, en especial desde esa afirmación del movimiento sobre la dramática, del contexto inconcreto pero sugerido sobre la situación teatral. Eso será Jeu de cartes, que se define como ballet en tres bazas porque no hay personajes humanos, sino cartas de la baraja. Y eso hasta Agon e incluso The Flood, extraña obra para televisión, que alberga bellezas parciales, y con esta piadosa sugerencia ya decimos bastante. Lo grande quedaba atrás, para el compositor. El coreógrafo aún tenía vuelo por delante, ya vimos que era bastante más joven. Para no desviarme más del libro de Joseph, les cito un pequeño fragmento, apenas tres frases, que resumen lo que Stravinski y Balanchine hicieron juntos, aunque lo hicieran a menudo por separado:

Orden, precisión, límites, tiempo y espacio, la infalibilidad del movimiento: todas estas abstracciones se canalizaron a través de la aguda agudeza visual de ambos hombres. Para el compositor, las impresiones visuales a menudo se registraban de manera indeleble, como dijo una vez, “en la retina de mi ojo”.

 

Buscando en el pasado inmediato

 

Y ahora que Stravinski no nos oye, podemos hacer una sugerencia: ¿acaso la tendencia a la abstracción en ballet no estaba ya presente en el final de la belle époque, en la propia compañía de Diáguilev? Veamos. Unos días antes del estreno escandaloso de Le Sacre du printemps se estrenaba otra coreografía de Vaslav Nijinsky, Jeux (Juegos), con música de Claude Debussy; el propio Nijinsky interpretaba uno de los tres papeles de este ballet, cuya anécdota inconcreta tiende claramente a la abstracción, aunque todavía es pronto. Esos tres jóvenes juegan al tenis, se encelan, miman una situación, pero esta no existe. Es curioso, en el mismo mes, con una diferencia de apenas dos semanas, Diáguilev estrena dos de las obras orquestales más importantes del siglo XX, que prácticamente acaba de empezar, y que un año después empezará de veras, de muy otra manera, tras la infinita estupidez de Sarajevo. Porque, en efecto, tanto Jeux como Le Sacre han quedado como piezas de concierto. La rítmica y los poderosos efectos del ballet de Stravinski permiten identificarlo como tal, y a menudo se monta en nuestros días (esto es, en nuestros últimos –digamos– treinta años, con una referencia algo anterior, la imprescindible coreografía de Maurice Béjart). No sucedió lo mismo con Jeux, que precisa para revivir como ballet alguna disculpa o desafío: revivir la coreografía de 1913, recuperar como danza la sin par obra de Debussy. Que, en efecto, es demasiado sugerente y demasiado sutil para permitir una coreografía fiel.

¿Pero acaso no es Le Sacre un paso importante fuera del universo dramático, del relato de historias, del diseño de un conflicto con personajes y situación? Admitamos que hay situación pero es imposible no ver que no hay personajes, salvo que consideremos que las tribus rivales lo son (esto tiene más que ver con la todavía lejana Agonque con las obras siguientes). El ballet empezaba a independizarse del drama y de la historia, y se encaminaba a eso que hemos llamado abstracción a través de las diversas estilizaciones de la época, sobre todo el expresionismo y su contrario, el llamado neoclasicismo. Permítanme otra cita, ahora del libro Stravinsky. The Apollonian Clockwork. On Stravinsky, obra de Louis Andriessen y Elmer Schönberger (Amsterdam: Amsterdam University Press, 2006):

Después de The Firebird y Petrushka, que hacen uso de citas casi literales de la música folclórica, Le Sacre du printemps substituye las citas estilizadas (y por lo tanto lo anecdótico romántico) con el espíritu de la música folclórica rusa. Este espíritu no debe considerarse como un medio incorpóreo o un alma oculta en la materia, sino más bien como una colección de principios estructurales melódicos y rítmicos. Cuando Stravinski, en Le Sacre, decidió utilizar ejemplos concretos como modelos, estos ejemplos son menos interesantes por sus similitudes con su forma última que por la distancia que separa el original del final. Es la distancia entre lo concreto y lo abstracto, entre la anécdota y la esencia.

Es como si el camino hacia Apollon hubiera llegado paso a paso, con Stravinski y con Debussy, con Nijinsky y con Diáguilev, con la guerra mundial y el amargo hartazgo de violencia y muerte. Y eso hubiera comenzado con las tendencias a lo no concreto que llevaron a los Ballets Rusos a planteamientos alejados no sólo de La bella durmienteo Giselle, sino de producciones propias como la Schéhérezade con música de Rimski pero trama coreográfica ajena a su poema sinfónico. Nada estaba escrito aún, pero apenas hagamos un esfuerzo encontraremos señales.

Maureen A. Carr llevó a cabo hace unos años una interesante pesquisa sobre el tránsito de las obras primitivas al puro clasicismo. Consúltese su obra After the Rite. Stravinsky’s Path to Neoclassicism (Oxford: Oxford University Press, 2014). Se le adjudica a Stravinski, con el suizo Charles-Ferdinand Ramuz (no olvidemos que Stravinski residía en Suiza con su esposa y sus hijos), el calificativo de surrealista, por la anécdota del viaje iniciático del soldado que nunca vuelve a casa y que tal vez avanza hacia su condena. Habría (y nos parece evidente que es así) un parentesco entre los musicales de Renard y el Soldado, sólo que el toque surrealista condiciona la configuración de los motivos mismos. Nada que objetar, al contrario, resulta luminoso. Eso sí, hay que advertir que estamos en septiembre de 1918, que André Breton, Philippe Soupault y Louis Aragon todavía no han bautizado un movimiento llamado surrealismo, pero también es cierto que estamos en Suiza, y en Suiza ya ha dado mucho que hablar y patalear un fenómeno llamado dadá; quién sabe lo lejos o cerca que estaba el Cabaret Voltaire de Zúrich con respecto a Ramuz y Stravinski. Maureen A. Carr llega a la frontera de las décadas, la que deja atrás la guerra, pero sufre los estragos de la epidemia, y pronto los de la inflación, al menos en Alemania y Austria; y la que dará lugar a la falsa paz de los años veinte. Y advierte en varias obras menores y algunas importantes, antes y después de Pulcinella, la travesía del compositor hacia el clasicismo: “Los experimentos de Stravinski en Renard (1915-1916) y L’Histoire du soldat (1917-18) anticiparían técnicas similares a las de Étude for Pianola (1917), Piano-Rag-Music(1919) y en tres obras concluidas en 1920: Sinfonías de instrumentos de viento, Concertino y Pulcinella, que culminarán en Mavra (1922)”. Adviértase que Carr señala aquí obras que no siempre son para el teatro o el tabanque, y que en ocasiones son estilización de inspiraciones previas, como el ragtime; o miniaturas camerísticas, como el Concertino (tres miniaturas para cuarteto de cuerda). Mavra, una ópera en miniatura de menos de treinta minutos, es considerada hoy una obra de enorme importancia, al margen de que las obras extraordinarias no suelen llamar la atención en su momento (desde Jeux, de Debussy, no lo olvidemos).

Ahora bien, otra pesquisa de gran alcance en el itinerario de Stravinski hacia esos años de madurez y cambio estético es la de Richard Taruskin, el gran estudioso de la música rusa, una mentalidad muy crítica a quien amar la música rusa no le impide comprender las ideologías y falsas conciencias de músicos, público y autoridades. Digamos “autoridades”, aunque en el despotismo de Nicolás I o Alejandro III hubiera que matizar bastante el concepto de autoridad. El criticismo de Taruskin no se detiene en los objetos de su estudio, llámense Mijaíl Glinka o Serguéi Prokófiev, sino también en los propios colegas críticos, que a menudo demandan rusiedad (no sé como traducir esta palabra, si no es así) a unos artistas que supuestamente no la poseen en cantidad suficiente para el gusto occidental; o admiten las leyendas como si fueran realidad. El itinerario que traza Taruskin en los dos volúmenes de Stravinsky and the Russian Traditions, A Biography of the Works Through Mavra, requeriría un buen detalle porque trata de definir las raíces del compositor en su aprendizaje, y las consecuencias que tienen en las obras con las que se presentó al público occidental y le dieron sucesiva pero temprana fama, desde un “producto de exportación” como El pájaro de fuego hasta las obras aquí citadas. El estudio de Taruskin se divide en dos volúmenes, pero confieso que nunca vi el segundo, que debe de estar en alguna parte, puesto que el autor da cumplido índice de su contenido. Además, me consta que existe. ¡Ay, es como si el destino se empeñara en que no estuviéramos en todas partes al mismo tiempo, gran limitación!

 

Ígor Stravinski corrigiendo una partitura en su piano, fotografía de Gjon Mili, 1957, Venecia. Archivo de Life.

No todos los narcisos saben, como supo Stravinski, desarrollar una simpatía amplia, no abrumadora; en realidad, no la necesitaba, desde muy pronto el prestigioso fue él, no necesitó acercarse, se le acercaban.

 

Seducciones y estéticas

 

Es posible que el carácter de Stravinski rozara el narcisismo. Lo bastante para no disculpar y menos perdonar cualquier referencia crítica a su obra o a su persona. Lo bastante para que el amor de damas como Gabrielle Chanel fuera, además de una pasión, un espejo en que mirarse. No todos los narcisos saben, como supo Stravinski, desarrollar una simpatía amplia, no abrumadora; en realidad, no la necesitaba, desde muy pronto el prestigioso fue él, no necesitaba acercarse, se le acercaban. Fue seductor con las damas, con los y las mecenas, con posibles colaboradores como Balanchine. Con el tiempo atrajo incluso al intratable Pierre Boulez, que de adversario de músicas como la de Stravinski se convirtió en el campeón de su obra; los más jóvenes no pueden recordar que el registro de Boulez de la versión de 1911 de Petrushka fue una revelación, podemos decir que cambió muchas cosas, casi todo. Aquel gesto de ir a cenar en cierta ocasión con Boulez era como firmar la paz con la vanguardia europea de posguerra. Ambas fuerzas se reconocían el derecho a la existencia. Pero ya estaba presente por allí un joven sabio, inquieto, Robert Craft, que supo ganarse la confianza del abuelo Ígor hasta provocar la desconfianza de los hijos de Stravinski y el resentimiento de Boulez y otros colegas de la vanguardia. Craft era un cerebro privilegiado, y fue el primero en grabar una integral Webern, creo que a comienzos de los cincuenta, para Philips. Se supone que él convirtió a Ígor Fiódorovich a la fe serial, pero es mucho suponer. Craft le debió de hacer ver que, en ese momento, después del estreno de The Rake’s Progress en Venecia, las cosas iban por ahí. Por ahí, por la emancipación de la disonancia y su sistematización en el serialismo. Y Stravinski hizo la prueba en un movimiento de su Septeto de 1952-1953.

¿Y qué era el serialismo en ese momento?

Una fe de muchos, pero con un tótem en el pasado. Schönberg había muerto en 1951, y ahora la amistad que antes era imposible ya no es un obstáculo. Es el pasado, y Stravinski siempre ha acudido al pasado para hacer música de ahora mismo, sin mímesis, siempre con referencia, oculta o manifiesta. Es como si la incursión en el serialismo fuese ahora una de las transformaciones del neoclasicismo. Algunas de las obras más importantes de Stravinski serán posteriores, serán seriales a su manera ortodoxa, y seguirán sonando “a Stravinski”.[8]

 

Ígor Stravinski de Jacques-Emile Blanche, óleo, 1915, Cité de la Musique, París.

 

 

Atrás quedaban las advertencias a su buena amiga Nadia Boulanger en cuanto a enseñanzas en sus clases (Nadia fue maestra, profesora, iniciadora de muchas generaciones de muchachas y muchachos que cantaron, tocaron o compusieron; fue la gran inspiradora de la primera escuela de Estados Unidos, la de Aaron Copland y su generación). Y esa advertencia se resumiría en: “O Schönberg o yo”. Y Nadia eligió a Stravinski, claro está.

Al despedirnos, es el momento de darle la palabra al propio compositor. Stravinski no era dado a escribir. Para eso estaban otros. No fue él redactor de sus libros, pero eso no parece claro más que en los volúmenes de conversaciones propiciados por Robert Craft, como el que he citado antes.

Sus lecciones para Harvard, reunidas en Poética musical, contienen un buen resumen del credo neoclásico del compositor, cuando la práctica del llamado neoclasicismo contaba casi con veinte años. La cosa se radicalizó cuando Schönberg lo atacó en ocasiones, como en una de sus Sátiras para coro (“el joven Modernski”). Y eso a medida que la cuestión política envenenaba las conciencias. En un principio, tan de derechas era Schönberg como lo era Stravinski. Pero Stravinski sintió cierta debilidad por la derecha dura. Tanto el uno como el otro vieron claro a partir de un momento dado. Schönberg, pronto, por ser judío; de ser por él, lo germánico hubiera sido preponderante en música y en lo que se terciara, pero no fue admitido en el club alemán por su sangre israelita (como si existiera eso, la sangre israelita, como si la sangre tuviera denominación de origen): usted será un asimilado, pero yo no lo admito como tal. Stravinski coqueteó con los nazis para no perder derechos de autor en el país que más música consumía, incluso tocó en Alemania con su hijo Theodor, y hasta protestó porque se le había incluido en la exposición de Música degenerada de Düsseldorf, en 1938: oigan ustedes, yo no soy judío, aunque acaso lo parezca. En cambio, Bartók protestó porque a él no se le consideraba degenerado, cuando sí que lo era de acuerdo con aquellos criterios. Stravinski acaba convencido de que los nazis son lo que son, y se prepara para marcharse a América. Su tarjeta de presentación serán estas lecciones que pronuncia en Harvard, en francés, en 1939, cuando se desencadena la guerra y antes de emigrar de manera definitiva con Vera.

 

Ígor Stravinski y su esposa Vera jugando Scrabble, fotografía en color de Marvin Koner. Archivo Marvin Koner.

 

 

Poética musical es el manifiesto más radical de Stravinski como “derechista” en música. No le importa aparecer como tal. Uno de los espejismos del pasado siglo, abundante en ellos (utopías, ideologías, estéticas; en fin, grandes relatos), fue que había progreso en una estética y reacción o restauración en otra (cosas de Adorno, ya tardías, de 1948, pero no sólo de él, como ya hemos visto). Lo cierto es que la obra neoclásica de Stravinski es una negación de los ideales románticos en música. Es decir, no estamos ante una restauración. Durante este largo periodo clásico (1920-1950), Stravinski publicó dos importantes libros: Crónicas de mi vida, temprana autobiografía de 1935- 1936, y la colección de conferencias de Harvard.

Ya dije que Stravinski, en rigor, nunca escribió un libro. Se los escribieron. Al menos, tres autores o tandas de autores: el que escribió Chroniques de ma vie; el que escribió la Poética musical; y, finalmente, Robert Craft, que escribió los distintos libros de charlas a partir de Conversations with Igor Stravinsky. Pongamos Alexis Roland-Manuel, Pierre Souvtchinsky, Robert Craft. ¿Abusó Roland-Manuel cuando redactó la Poética, o todo lo que leemos en la Poética son ideas de Stravinski, sólo que expresadas de una manera que el compositor no hubiera sido capaz de redactar?

Stravinski posa como dandi conservador porque el ataque de Schönberg es muy reciente. No se trata de halagar el conservadurismo de los estadounidenses en vísperas de emigrar. Era un intento de sugerir orden por parte de alguien que venía de la desordenada Europa que llevaba a la guerra. El comunismo, el nazismo, la debilidad de las democracias que permitieron el desorden del Reich. Estalló la guerra cuando Stravinski dictaba estas conferencias. Ahora bien, este libro vale porque es del compositor de una serie de obras musicales de primer orden en el siglo XX. Esas obras y el libro se justifican mutuamente. No sirve el libro para justificar a otros. Sólo a Stravinski, el compositor. Nadie se oculte o justifique tras las palabras de Harvard. Pero esas palabras sirven para comprender el siglo que ya pasó, justo en su momento más dramático.

 

Influido sin duda por el jovencísimo Robert Craft, Stravinski componía ya en un serialismo personal y todavía parcial. Incluso ahí fue un clásico.

 

Es este un libro al que he dado muchas vueltas durante media vida, y me resulta admirable en algunos momentos. Me parecía más provocador en tiempos, cuando todavía no me había dejado seducir por el abuelo, el grandísimo seductor. Me parecía más agresivo porque tenía aún la fe en el poco menos que monoteísmo vienés. Pero las cosas han cambiado. Felizmente, los dioses son muchos, y ninguno omnipotente. El propio Stravinski cambió. Ya decíamos que, cuando Schönberg murió en 1951, la enemistad terminó al mismo tiempo. Y menos de dos años después, influido sin duda por el jovencísimo Robert Craft, Stravinski componía ya en un serialismo personal y todavía parcial. Incluso ahí fue un clásico. Para conocer a Ígor Fiódorovich, el hombre y su estética, hay que acudir a este precioso libro, que se lee con facilidad, y al que se vuelve con provecho.

Vamos a permitirnos unas pocas citas.

 … desconfío de la moneda falsa y me cuido muy bien de tomarla por moneda contante y sonante. Cacofonía quiere decir mala sonoridad, mercadería ilegal, música incoordinada, que no resiste a una crítica seria. [...] [Schönberg] es cabalmente consciente de lo que hace y no engaña a nadie. Ha creado el sistema musical que le convenía, y en ese sistema es perfectamente lógico consigo mismo y perfectamente coherente. No se puede llamar cacofonía a una música por el solo hecho de que no agrade.

Es difícil no estar de acuerdo con eso de la “moneda falsa”, ahora que hay tanta moneda falsa en todos los géneros artísticos. Es difícil no admirar el respeto con que habla de Schönberg en un momento de distancia, aunque precisamente no disimule nunca esa distancia en todo el libro.

[Desde hace más de un siglo] la disonancia se ha emancipado, y ya no está remachada a su antigua función. Convertida en una cosa en sí, sucede que no prepara ni anuncia nada. La disonancia no es ya un factor de desorden, como la consonancia no es, tampoco, una garantía de seguridad. La música de ayer y la de hoy unen sin contemplaciones acordes disonantes paralelos que pierden así su valor funcional y permiten que nuestro oído acepte naturalmente su yuxtaposición. [...] Ya no nos hallamos en el sistema de la tonalidad clásica [...] esta lógica nos permite apreciar riquezas de las que ni suponíamos su existencia. Toda música no es más que una serie de impulsos que convergen hacia un punto definido de reposo. [...] A esta ley general de atracción, el sistema tonal tradicional no aporta más que una satisfacción provisional, puesto que no posee un valor absoluto. […] Modalidad, tonalidad, polaridad no son sino medios provisionales, que pasan o que pasarán. Lo único que sobrevive a todos los cambios de régimen es la melodía.

Es decir: Stravinski está al día, entiende su tiempo, acepta las conquistas armónicas, pero marca su territorio, o lo sugiere, de manera que nadie puede llamarse a engaño. Me gustaría citar algunas cosas de la lección quinta, sobre la música rusa, pero ya basta. Es un libro que no tiene desperdicio para comprender lo que fue y hasta lo que pasó, y para quitarse prejuicios de la cabeza, si es que ciertos prejuicios todavía persisten. Quién sabe, todavía algunos visitan el santoral vienés canonizado por la vanguardia de posguerra, que lo tomó como pretexto.[9]

Hace ahora veinte años que publiqué mi propio tabique sobre Stravinski (Stravinski. Discografía recomendada. Obra completa comentada. Barcelona: Península, 2001). Desde entonces, algunas cosas necesitarían matización. Lo hago en parte mediante este laberinto, en el que sólo me he repetido en un par de párrafos para darle voz al maestro (a propósito de Oedipus); un laberinto que les acabo de proponer, con apoyo en alguna obra que no tuve en cuenta y, sobre todo, libros que no existían entonces, más mi insistencia en las obras del abuelo Ígor. No es un laberinto deliberado, ya que entré en él sin saber que lo era. Pero creo que pude orientarme para salir. Y contárselo a ustedes.

 

Ígor Stravinski, fotografía en color de Marvin Koner. Archivo Marvin Koner.

 



[1] Cuatro importantes compositores estadounidenses tocan los pianos de Las bodas en la versión dirigida por el propio Stravinski en 1959. Nada menos que Aaron Copland, Samuel Barber, Lukas Foss y Roger Sessions. Esto da idea de cómo se había asentado Stravinski en Estados Unidos.[2] Para los títulos y obras citadas en sus nombres originales, se ha respetado la transcripción “Stravinsky”; en el ensayo, en cambio, conservamos la fórmula habitual en castellano: “Ígor Stravinski”. [N. de la r.]

[3] En la red es posible encontrar videos de la coreografía de Balanchine para Apollon, en algún caso todavía en vida del coreógrafo, y siempre con las limitaciones de calidad en la imagen que sin duda no son tan marcadas en sus posibles soportes como DVD. Ahora bien, hay una producción de febrero de 2020, justo antes de las declaraciones de alarma; es decir, sin mascarillas. Fue en el New World Center de Miami, y hay soporte audiovisual; se puede ver en Filmin. Además de Apollon, hay una joyita, el ballet de dibujos animados de Circus Polka (imágenes de Emily Eckstein), y la versión para ballet del Concierto para violín. Los responsables: Miami City Ballet y la New World Symphony, dirigida por Michael Tilson Thomas; James Ehnes es el solista del concierto; y la directora artística Lourdes López, quien dirige a los bailarines y recrea las coreografías de Balanchine. Una maravilla, de los pocos espectáculos que me permito citar aquí, porque de citar otros no veríamos el fin de este escrito.

[4] Richard Taruskin, Back to Whom. Neoclassicism as Ideology (1993), incluido más tarde –y aumentado– en la espléndida compilación The Danger of Music (Oakland: University of California Press, 2009). Entre los numerosos estudios de este libro destacaríamos, para este escrito, el último, que lleva el significativo título de “Stravinsky and Us”, cuyo origen es radiofónico; lo podemos encontrar también en The Cambridge Companion to Stravinsky, editado por Jonathan Cross (Cambridge: Cambridge University Press, 2003). 

[5] Y piezas teatrales importantes como La Machine infernale, Les Parents terribles, L’Aigle à deux têtes y, desde luego, el monólogo La Voix humaine, cuya importancia crece con el tiempo, y que dio lugar a la magnífica ópera de Francis Poulenc. O de otro monólogo, el que compuso para Edith Piaf, Le Bel Indifférent. Y no olvidemos que es Cocteau quien escribe el texto teatral que sirve de manifiesto al Grupo de los Seis, Les Mariés de la Tour Eiffel. Si el teatro lo corrompe todo, ¿acaso lo redimió el egocéntrico y gran artista Jean Cocteau? Que es el mismo que, como cineasta, dará obras más allá de la teatralidad, como La Belle et la Bête y Orphée. Admitamos su palabra como tendencia y pongámosla entre paréntesis. 

[6] Para ser exactos, “meretricious prose”; sin duda, no es lo mismo. Stravinsky y Craft: Dialogues, p. 22.

[7] Dialogues, pp. 23-24.

[8] Hay una obra que traza la rivalidad entre ambos compositores, que vivieron en Los Ángeles, muy cerca uno del otro, y no hicieron nada para verse; acaso sí para evitarse. Me refiero a Schönberg e Stravinsky. Storia di un’impossibile amicizia de Enzo Restagno (Milán: Il Saggiatore, 2014).

[9] Poética musical. Presentación de Yorgos Seferis. Traducción de Eduardo Grau. Barcelona: Acantilado, 2006. Esta misma traducción la había publicado Taurus en 1977.



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